viernes, 26 de julio de 2019

Oro en el pecho

Todavía no saben
que en el fondo de mi pecho
hay una mina de oro.

Si lo supieran
no me tratarían así.

Pero es precisamente ese
el motivo por el cual
yo lo escondo.

Porque si lo supieran
mi oro se fundiría
como los glaciares
con el exceso de calor
inundando la tierra,
desbordando los cauces
de sus ríos.

Quizá entonces la tierra
se bañaría de oro
pero sería oro esparcido
y, por lo tanto,
carente de valor.

Sería, seguramente, bonito.
Muchos estarían contentos.
Pero sería un gran error.

Porque el oro que habita
en el centro secreto de mi pecho
solamente puede expandirse
si alguien sabe tirar del hilo.

Solamente da fruto
si permanece escondido
y si alguien con la mirada transparente
llama con golpes suaves y sinceros
a la pequeña puerta que lo alberga.

Entonces sí.

Entonces, si estira del hilo,
brotarán de esa fuente
maravillosos vestidos
con los que vestir
a una humanidad
más digna
que se habrá hecho capaz
de vislumbrar un resplandor dorado
en nuestras miserables pupilas.

El amigo


El sol de la medianoche
bañaba los campos de hielo.

Zumbidos de abeja
anunciaban un nuevo mundo
mientras veíamos abrirse
las cortinas
y el aire caliente
de unas alas
cubría de espinas la tierra.

Ocurrió una mañana cualquiera.

Una mañana en que las calles,
normalmente solitarias,
se llenaron de ruido.

Ruido que rebotaba en las paredes
y nos mecía con sus ecos
despertándonos
de un sueño profundo.

Fue al levantarme cuando lo vi.

Estaba sentado en el suelo,
un rostro cubierto de arrugas
la sonrisa sin dientes
y una chispa de locura en los ojos.

Sonreía como quien sonríe a la muerte.

Sonreía como quien ve a su único amigo
antes de despedirse
y desprenderse para siempre
del manto de los días.

Enseguida lo reconocí.

Aquel azul intenso en las pupilas
aquella expresión mustia y luminosa
su piel de ceniza tostada por el sol.

Me saludó con un silencio antiguo.

No se movía.

Sentado sobre la acera veía
pasar camiones y bicicletas
mientras nuestra ciudad
se despertaba del verano
y regresaba, de nuevo, a la actividad.

Porque en verano aquello era un desierto
y él lo pasaba en soledad
a la sombra de un árbol en la esquina
sobre las calles asfaltadas y ardientes
sobre la arena blanca de una plaza
bajo la estatua de Bach.

Me miró como
no me había mirado todavía,
con la conciencia secreta de un final
y la esperanza de un nuevo inicio.

Yo lo reconocí.

Reconocí su mueca gastada
y sus ganas de dejar definitivamente el mundo
aunque la vida latía fuertemente en su pecho.

Lo vi mustio y sombrío
como no lo había visto nunca
en invierno.

Y en aquella última sonrisa
que en realidad escondía
una mueca de dolor
reconocí el gesto noble de los amigos
de los que permanecen siempre
a pesar de las sombras
y de los siglos.

A pesar de una triste condición.

Y aquella mañana
lo vi apagarse para siempre.

Hoy alguien ha puesto
un banco de piedra
en su lugar.

Un banco hermoso
como hermosos son siempre
los bancos antiguos,
donde a veces me siento
y leo distraídamente algún libro.
O escribo poemas que,
como este,
carecen de sentido
y de dirección.

Y me acuerdo del modo
que tenía de mirarme
y me digo que
muy en el fondo
Él todavía sigue aquí,
esperándome
delante de mi casa

para invitarme a la suya.