miércoles, 7 de mayo de 2014

La llegada al lugar



Lady Morgana acababa de llegar al pueblo. Eran poco más de las doce del mediodía. Las calles vacías deslizaban el sonido amortiguado de las pezuñas de los caballos que en aquel verano especialmente caluroso arrastraban los carromatos en dirección al sur. El anciano mayor del pueblo yacía sentado en la terraza del bar Cucut, situado en una de las plazas más transitadas del lugar, no por ello menos solitaria que el resto.
Pues era, ciertamente, un lugar desolado. Solamente los campesinos, que en aquella hora descansaban a la sombra para resguardarse del sol, y algún que otro trabajador ocasional, dejaban ver sus rostros arrugados en alguna esquina. Se oía, muy de vez en cuando, el canto de las golondrinas. Y sobre los tejados caminaban los gatos en equilibrio, como si aquella ley a la que denominamos fuerza de gravedad fuera inexistente para ellos.
Lady Morgana no sabía todavía exactamente el motivo por el cual el Dr. N. la había convocado. Había aceptado casi a ciegas el trabajo movida por una corazonada, ajena a toda razón: creía que aquel iba a ser el lugar en el que se realizaran definitivamente sus sueños. Sueños, muchos de los cuales aún desconocía, pero que ansiaba despertar lentamente de su largo letargo. Tenía una sola certeza: la de haber soñado aquel lugar con anterioridad, incluso antes de saber de su existencia. Lo reconoció de inmediato el primer día que llegó. El verde de los prados, el riachuelo, la inconfundible luz. Era un lugar con el que había soñado en más de una ocasión cuando, en noches a veces agitadas, alcanzaba de pronto, al final de oscuras y tortuosas sendas, un lugar tranquilo y solitario en el que el sufrimiento se desvanecía por fin. En ese entorno privilegiado se hallaba entonces aquel pueblo, y esperaba alcanzar allí (también había contemplado la opción del monasterio) aquella paz profunda y durante tanto tiempo anhelada, un sosiego para su alma más allá del tiempo y del quehacer mundano, sin por ello sentir que debiera renunciar a él. Se creía conocedora, aunque no fuera más que por un conocimiento intuitivo, de un estado luminoso más allá de toda tribulación, que necesitaba tan sólo del tiempo y del espacio necesarios para realizarse, para alcanzar una cumbre en la que permanecer ya por siempre sin retorno, no sin antes descender para ayudar a cuantos pudiera en su ascenso.
 Pero antes de toda acción o ayuda a otros era necesario, ante todo, el despojamiento completo de sí. De todo cuanto había sido, era o anhelaba ser. Era necesario el total abandono del deseo, de la intención, sin esperar nada a cambio, tan sólo mantenerse en un estado de receptividad que lentamente, y sin que ella lo supiera, la iría conduciendo hacia aquella cumbre insospechada en la que ya no había más que la extensión verde infinita de los prados, la copa de un árbol desnudo recortándose sobre el cielo, el cielo límpido sobre su cabeza, ajeno totalmente al clamor del mundo, de sus penas y sufrimientos, de sus resistencias y desgarros. Solamente esa limpidez del aire de montaña, y la conciencia de que es posible la realización en sí misma de una libertad más allá todo cuanto podamos imaginarnos.
Lo que no sabía es que aquel estado de beatitud y transparencia era tan sólo el comienzo. No era la cumbre o el final de un largo periplo iniciado, sino el comienzo de un periplo interminable, mucho mayor, que ni siquiera el Dr. N. sabía con plena certeza adonde conducía. Pero él estaba al menos allí para darle algunas directrices esenciales. Lo primero que habría de preguntarle era si aquello era fruto de la mera percepción, es decir, si se trataba de algo puramente subjetivo, o si por el contrario era un estado real, que iba más allá de sí misma y que podía en efecto tener reverberaciones o consecuencias sobre el resto de la humanidad. ¿Era un mero capricho de una mente llena de sí misma que imaginaba una escapatoria al mundo vil, o se trataba por el contrario del reconocimiento o la intuición de un estado muy anterior o incluso ajeno a todo espacio y lugar concretos? ¿Encontraba dicho espacio luminoso su lugar en el mundo? ¿Llegaba, por así decirlo, aquella calidez transparente a alumbrar las almas de los seres afligidos por participación, o era simplemente un placer ególatra y egoísta que se alimentaba de sí mismo dando la espalda, de nuevo, a la realidad? Eran preguntas cruciales. Tal vez demasiado vagas, pero que le preocupaban, en cualquier caso, lo suficiente como para sentir que en sí misma ardía un fuego que solamente una vez formuladas las preguntas podría tal vez apaciguarse.
No había venido allí por un mero capricho de la conciencia o a modo de entretenimiento. Su llegada al lugar era fruto de años de lucha, sufrimientos y búsqueda. No había un motivo especial, pero tampoco era del todo arbitrario. ¿Por qué razón podía de pronto gozar de aquella placidez sin nombre, de aquella libertad interior que le llevaban incluso a creer que no había distinción entre la salud y la enfermedad, o entre la vida y la muerte? Era como estar en otra parte pero estando aquí, al mismo tiempo mucho más presente aquí que en otras ocasiones, pero también más ajena al rumor distorsionante de la realidad rutinaria en la que la mayoría habitábamos.
Recordaba inevitablemente la escritura que ella misma realizara muchos años atrás de un relato. Un relato escrito con tan sólo 12 años de edad en el que se hablaba de la posibilidad de fusionar dos mundos aparentemente separados, el de la realidad y el de la fantasía, fusión que se realizaba mediante el proceso mismo de la escritura, a través del cual quien escribía hacía crecer entorno a sí una inmensa burbuja capaz de englobar a todos los seres. Habían transcurrido sin embargo muchos años desde que escribiera aquel texto y tenía la impresión de no haber realizado grandes progresos. Después de escribirlo se había abandonado a la noche y al vicio, arrastrada por una curiosidad insana, deseosa de conocer el lado más oscuro de la vida. Solamente muy poco a poco había ido logrando dejar todas aquellas tendencias destructivas atrás y poco a poco había ido trazando un sendero más luminoso. Pero siempre desde una cierta soledad y aislamiento.
Lo que no lograba comprender es cómo aquello podía ser el comienzo. Le parecía haberlo alcanzado todo y, sin embargo, todavía no había sido capaz de dar el primer paso para realizar el recorrido. Abandonaba todo y se sentía en cierto modo traicionando mucho de lo que hasta entonces le había ayudado a encontrarse donde ahora estaba. Pero era una corazonada, una intuición mayor que a pesar de ir en dirección contraria a todo cuanto los demás le decían, se le aparecía con insospechada claridad. No quería caminar por el mismo camino ni seguir los pasos de sus coetáneos. Se sentía en comunión con ellos, pero consideraba necesario explorar nuevas vías, transitar tierras vírgenes; lo que, en efecto, no estaba exento de cierto riesgo o peligro. Además del peligro de extraviarse, estaba el peligro del aislamiento, la marginación o la locura. ¿Era necesario pasar por allí? No lo era en la medida en que ella sentía en su fuero interno estar cumpliendo con su deber. Pero existía el riesgo del engaño, y en ese sentido ella no creía tener suficiente conocimiento de sí como para no caer presa de él. Por ello tenía depositada su confianza en el Dr. N. cuya experiencia podría probablemente ayudarla a liberarse de sus propias trampas.
Pero, ¿que había de la contemplación de cuanto sucedía entorno? Era importante el conocimiento de sí, pero éste en modo alguno estaba separado de la visión del mundo circundante, solamente posible en la medida en que no hubiera proyecciones de ningún tipo. ¿Era capaz de ver y de comprender la situación de su país? ¿Veía el sufrimiento de su vecino? ¿Se hacía cargo del dolor por el que pasaba un amigo cercano? Aquella era en realidad la verdadera tarea a realizar, ese era el comienzo del camino. La plenitud, el éxtasis, la libertad, ¿qué eran si no era siquiera capaz de comprender y acoger lo más cercano, de conocer su propia condición no como ajena sino como parte integrante de sí? No quería mirar el mundo desde el filtro de las teorías y, con todo, una cierta teoría (en el sentido del griego theoreo, que significa “mirar”) era necesaria para que pudiera situarse en el lugar, para que su acción pudiera llevarse a término de un modo efectivo. Si su ascensión a la montaña solamente le servía para palpar el cielo y las nubes pero no era capaz a través de ella de vislumbrar la realidad que desde aquella distancia habría debido manifestársele con mayor claridad y de un modo concreto, ¿qué sentido tenían todas aquellas elevaciones? Tal vez esta pudiera ser una de las respuestas que el Dr. N iba a proporcionarle. No se trataba tanto de alcanzar el cenit o una plenitud inenarrable más allá del mundo, sino de ver todo aquello concreto que necesariamente debía cobrar una forma distinta.
Tal vez fuera posible desde aquella altura configurar nuevas formas. Tal vez la intensidad y concentración de aquellos estados pudieran proporcionarle la materia suficiente como para realizar un trabajo tangible sin necesidad de acción social o política de ningún tipo. Se trataba de imprimir una huella en el mundo visible desde la superación de las formas, desde la habitación de aquello invisible donde no quedaban más que el empíreo y el vuelo. Y ese vuelo que le proporcionaba la lucidez del águila, era el momento en que se le ofrecía la posibilidad de visualizar el mapa actual de su vida, desde el que poder contemplar el lugar donde entonces se hallaba y con mayor claridad comprender cuál era el mejor paso a seguir. Pero también es cierto que, como ya antaño le ocurriera con la redacción de aquel relato, la palabra cobraba en aquel proceso una importancia crucial. Era el camino mismo que la conducía a la visión, era el camino que atravesaba la montaña y sin el cual no era posible ni la elevación de todo el cuerpo hasta alcanzar la visión desde lo alto, ni la observación desde aquella altura de los elementos concretos que quería modificar. Y aquí quizá más que de elementos cabría hablar de relaciones. Veía la situación de sus relaciones desde fuera, todo aquello que las obstaculizaba, las entorpecía o enturbiaba, imposibilitando así la necesaria armonía,  más acorde con lo que los cristianos llaman Dios. En eso consistía el trabajo. Trabajo que nadie podría realizar más que ella misma. Era su sola responsabilidad. Su sola y única.

El primer paso consistía en superar su temor a las sombras, debía aprender a no rechazarlas de inmediato, como si no existieran, pues ese era el origen principal del engaño. Solamente desde la aceptación de los rincones más oscuros de sí misma, podría tal vez afianzarse en una luz cada vez más verdadera, lo que pasaba, en primer lugar, por la suspensión de todo juicio. Lo primero que convenía practicar era la observación. Observarse a sí mismo, primero, observar cuanto sucedía alrededor, de un modo casi simultáneo. Y encontrar un equilibrio entre estos dos modos observación.    

lunes, 5 de mayo de 2014

Volver al trueque


     Últimamente me digo cuan fantástico sería que se pudiera regresar de nuevo, como en tiempos de las tribus nómadas, a una economía basada en el intercambio, al trueque, donde nada tuviera un valor absoluto sino que el valor de cada cosa dependiera de las necesidades de cada uno. Es una utopía, pero me parece mucho más realista que si yo no tengo dinero para comer y mucha hambre pero puedo componer un poema o tocar una canción, tú puedas ofrecerme un plato de comida a cambio de un poema o de una canción. O que si me sobran tomates porque tengo una tomatera en el jardín de casa pero no tengo dinero para comparar pan, tomemos juntos al sol una buena rebanada de pan con tomate mientras me explicas cómo va el cultivo del trigo este año. Es poco realista, es cierto, sobre todo teniendo en cuenta cómo aquella economía remota ha desembocado inevitablemente en el capitalismo actual. Pero tal vez sea posible a pequeña escala .

     En Camprodon, el pueblecito a donde me he trasladado recientemente, parece posible vivir así. Aquí, si se tienen pocos recursos económicos, es fácil conseguir, no dinero, pero sí comida y alojamiento prácticamente gratuitos a cambio de ofrecer lo poco que se tenga, mientras se haga con confianza y generosidad.  
      Volver a una economía de subsistencia donde nuestro trabajo consista no en vender lo que hacemos si no en dar lo que somos, a cambio de lo justo para sobrevivir, como la palabra indica, es incluso más que vivir a secas. ¡Buena suerte!

viernes, 2 de mayo de 2014

¿Qué es el pecado?


El pecado es todo aquello que, sin que nosotros lo sepamos, nos aleja de nuestra posibilidad más genuina. El pecado nos aparta de la posibilidad de realizar nuestros anhelos más profundos, nos lleva en una dirección contraria a aquella que responde a nuestra necesidad más auténtica y nos engaña haciéndonos creer que nos conduce allí donde en realidad más deseamos.

Cuando miramos nuestra vida en retrospectiva, parece que se insinúa un rastro luminoso, un curso con sentido, un canal transparente y claro, enturbiado por todo aquello de nosotros que ha estado o está embrutecido. Aprender a reconocer todo aquello que embrutece a cada instante el caminar luminoso que es en realidad nuestra vida, es el primer paso para una vida un poco más auténtica, un poco más próxima a aquello que en realidad más buscamos aun y a pesar de no saber qué es. Nos queda reconocer lo que no es; y en ese ejercicio parece como si, poco  poco, el paisaje confuso que se abría hasta ahora ante nosotros, se fuera paulatinamente clarificando. ¡Qué difícil resulta al principio orientar nuestra mirada en esa dirección! Pero qué rápido la mirada se acostumbra, inconsciente, a buscar cada vez más y más la luz, cuya transparencia y suavidad se nos vuelven irresistibles hasta que, si oponer ya resistencia alguna, nos dejamos caer confiados a aquello que nos supera y acaricia.