jueves, 12 de diciembre de 2013

Viajando de Norte a Sur

 
            Llegué a Freiburg un jueves por la tarde desde Basilea. Estaba agotada del viaje y de la intensa velada anterior que había pasado en el castillo de la dama que resplandece. Me alegró reencontrarme en el refugio, silencioso, vacío, abandonado tiempo atrás en un invierno blanco. Parecía que el tiempo se hubiera congelado por unos instantes, el tiempo de mi ausencia, tal vez.
            El despertar, a la mañana siguiente, fue doloroso, desorientado, desprovisto de dirección. Por lo que el sonido repentino de un acordeón en la esquina me precipitó de nuevo, sin rumbo, al exterior.
            No tardé en encontrarme de pronto en la plaza del mercado, devorando un bratwurst, fundida entre los adoquines y los rostros de otros lugareños que masticaban distraídos pedazos de carne con pan. Estaba hambrienta. Caminaba sin dirección, siguiendo un cierto ritmo interno, escuchando las variaciones en la densidad del aire al compás de mis movimientos. Este caminar errante pero atento me condujo frente a un puesto de dulces entre los que me sorprendió ver uno de color violeta, que creía típico de la ciudad y pedí que me dieran un pedazo. Era agradable devorar esos alimentos pesados, que me devolvían al contacto con el suelo y a la capacidad de pensar, mientras me dejaba llevar trazando dibujos al azar entorno a la enorme y roja catedral de Freiburg. Al girar la esquina, aquella que da a lo que había sido antiguamente la casa de Franz Rosenzweig, sonaron repentinamente las campanas y me sorprendí de pronto en el mismo lugar en el que antaño un poeta del otro espacio me dijera que aquel restaurante, el de la esquina, era considerado “bürgerlich”, mientras presenciaba, atónita, que allí donde dejara candada mi bicicleta la tarde anterior, ya no había absolutamente nada: la habían robado. Ese instante, el de la sorpresa del recuerdo que acudió de pronto a mi mente con tanta claridad al sonar las campanas, fue como un grito de alarma, una extraña coincidencia espacio-temporal que parecía indicar que se avecinaba una aventura.
            Me había propuesto integrarme de pleno en aquella ciudad el tiempo que hiciera falta, por lo que regresé a mi morada cargada de embutidos, rosas y rojos, y un huevo duro pintado de naranja que me habían regalado en la plaza del mercado. Hacía sol. Y una cierta desorientación persistía. Por lo que intenté conectarme al ordenador y comprobé, para mi sorpresa, no solamente que se podía sino que además tenía un mensaje que me convocaba de regreso a la ciudad de la que en realidad procedía. Había salido de casa con intención de enviarle una carta a un filósofo catalán que habitaba entre peñascos y rocas de un pueblecito de Cataluña, y con la intención de enviarle un libro sobre canciones de amor medievales a la dama del castillo.  Salí pues, de nuevo, con el libro y la carta en el bolso, las llaves de casa y 200 euros. Seguía sin tener clara mi dirección; sin embargo, me sentía convocada, ya desde que escuchara las campanas en el mercado, a la aventura, por lo que me arrojé a las calles adoquinadas y comencé a caminar junto al río, en dirección al sur. En el bolso: La plenitud del hombre, el Tratado de los cuatro modos del espíritu y Les cançons de l’amor de lluny de Jaufré Rudel. Era más o menos el mediodía y el cielo estaba sorprendentemente nítido. No tenía intenciones de tomar un tren, pues era demasiado caro. Un avión, de nuevo, de improviso, era absurdo. Me limité a caminar, con un único pensamiento, siguiendo el curso del río y no tardé en ver a un muchacho más o menos de mi edad que intentaba llamar la atención de algún coche para que lo llevase a algún sitio.
            – ¿Adónde te diriges? Le digo
            – Hacia el sur, hacia Suiza. Pero me gustaría llegar a Grenoble. Y me muestra un cartel en el que aparece la palabra “Noble”
            – Ah, pues si no te importa, ¡vengo contigo!
            Al chico pareció hacerle gracia la propuesta.
            – Sí, la verdad es que ir con una mujer resultará más fácil. A las mujeres os cogen enseguida.
            – De acuerdo, pues. ¿Como te llamas?
            – Cristoph
            –Yo soy María.
            Y nos estrechamos la mano mientras me dispongo a llamar la atención de algún coche con una amplia sonrisa.
            No sé cuanto tiempo transcurrió hasta que me sorprendí frente  a una mujer entrada en años que me proponía subirme a su bicicleta, poco después de que el pensamiento de viajar a Barcelona con semejante vehículo cruzara como un rayo mi pensamiento. Pero no cuajó la propuesta, pues el vehículo era caro y la mujer tenía que irse a comer. Así que finalmente llegamos a un cruce de carreteras, después de que Michael, que justamente vendía su bici pero que me disuadió de hacer el viaje en ella con el cuento de la lechera, nos depositara amablemente allí. Tampoco transcurrió mucho rato hasta que para nuestra sorpresa un taxi de color negro que se dirigía hacia Zürich nos ofreció subir. Era un Mercedes. Nuestra jornada en autostop concluyó en el coche de Anna, una arquitecta que había estado viviendo diez años en los Ángeles y trabajado en el desierto, para un proyecto en Dubai. La luz del atardecer iluminaba sus ojos azules reflejados en el retrovisor mientras, a lo lejos, los Alpes nevados, y entre ellos el Mont Blanc se alzaban majestuosos ante nuestra vista de camino hacia la ciudad de Ginebra. Este último trayecto, aunque largo, fue agradable gracias a la animada conversación que me ayudó a saber que Cristoph, mi compañero de viaje improvisado era informático y trabajaba desde hacía algún tiempo en la universidad de Freiburg.
Cuando llegamos a Ginebra era ya prácticamente de noche y Anna nos depositó junto al lago. Ir a la estación de trenes, dada la hora y el cansancio, era nuestra única intención. Las luces de la ciudad se reflejaban líquidas en el lago, que contemplábamos atónitos, extrañados, desde el puente, mientras no pude reprimir cantar una vieja canción.
Nunca hubiera imaginado, al salir de casa aquella mañana con tan sólo el bolso y los libros, que culminaría mi jornada allí, bordeando un lago con forma de media luna, bajo unas estrellas que se veían con nitidez exultante a pesar de encontrarnos en una ciudad, y con la sola compañía de un desconocido. Y nunca lo olvidaré. 

                                                                                         Freiburg 2009






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