jueves, 6 de marzo de 2014

Raíces


            Siento un sabor agridulce en el cuerpo. Algo en mí parece a punto de convertirse en llanto, desbordarse por el fracaso ante una sed insaciable de infinito. Las huellas de mis silencios dibujan animales blancos sobre el torso desnudo del viento. Llega la hora de un viejo amanecer. Sobre las cortinas de terciopelo, una brisa de color cálido decide con sigilo convertirse en melodía. Es ayer. Al mirar por la ventana veo el coche adormecido en la otra acera. Sé que dentro de un suspiro volverán a ponerse en marcha los veleros y que desde el rincón nuevo de mi alcoba observaré el aullido tembloroso de un perro. Dejarán de acariciarse en sonrisas y bajo el cielo que cubre el mar bravo trazarás la estela de un veneno que se ha convertido en tiempo.  Entonces, lentamente, nevarás. De tus párpados rotos y vacíos empezarán a caer azulados copos de nieve y una barba de color marfil barrerá con su gesto el hielo de las calles en invierno. Pues te he vuelto a ver aquí. He visto cómo, cautelosa, te escondías entre los árboles del patio, y musitabas al oído un canto de animales disecados. He podido observar el gesto mustio de tu rostro, al revestirse el corazón de los jilgueros, cuando en una tarde de otoño dejaste que brotaran los sueños.
            Y soñé. Soñé durante cien milenios que la superficie de los campos de trigo se extendía sin miedo, y que el color eléctrico del cielo acariciaba con tacto adormecido el interior oculto de tus raíces. He soñado con nubes de color rosado que se espesan al dejar paso al silencio, mientras rayos poderosos de águilas atraviesan como espadas su centro.
            Podría no detenerme nunca más y narrar las imágenes dolorosas del cerco. Esperar junto al ritmo incesante de tus dedos a colmar un tiempo muerto. Podría seguir hasta el abismo en el que se deshacen tus oídos y en el que las manos de un sabio inmortal te recogen para que no alcances nunca el suelo. Seguiría así por las curvas de la montaña hasta lo más profundo de una gruta, donde un agua fría y transparente regaría tus labios con dulzura. Y así, poco a poco, habitaría invisibles rincones de la tierra, donde lo más profundo abraza con paciencia el firmamento. Y seguiría, sí, sin miedo y sin consuelo, hasta el día en que desnudada por fin de los obstáculos, podría simplemente emprender un vuelo sinuoso y otear desde la altura la cumbre de las montañas y el correr veloz de las aguas por las fisuras de la tierra hasta desembocar en el mar. Y arrojarme con violencia en un golpe seco y partir en dos mitades la superficie del agua que con avidez de ángel de plata devoraría como si de un manjar se tratara. Y, así, engullido por la densidad azulada, mi cuerpo podría emerger de nuevo hacia la altura y precipitarse desde allí hacia un fondo cada vez más ciego.
           - Y todo eso, ¿para qué?
           Porque en el corazón del silencio habita un viento huracanado que agita y que sacude, que abraza en un amor estremecido para convertirte en un poco más de lo que has sido. Y ese poco más no es sino una parte de la brisa poderosa que con su movimiento apenas perceptible produce el temblor en la base de las montañas y alimenta de savia a los árboles que siguen empeñados en hendir en lo más profundo sus raíces.

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