martes, 31 de diciembre de 2013

Les misérables

      "Mientras exista, a causa de las leyes y de las costumbres, una condena social que cree artificialmente, en plena civilización, infiernos y complique con una fatalidad humana el destino que es divino; mientras los tres problemas del siglo, la degradación del hombre por el proletariado, la decadencia de la mujer por el hambre, la atrofia del niño por la noche, no se resuelvan; mientras, en algunas regiones, la asfixia social sea posible; en otros términos, y desde un punto de vista más extendido aún, mientras haya sobre la tierra ignorancia y miseria, libros de la naturaleza de éste podrán no ser inútiles."

Victor Hugo, Les miserables

lunes, 30 de diciembre de 2013

San Francisco de Asís. Ternura y vigor.

"En una ocasión escuché a un viejo, razonable, bueno y santo hermano decir:

'Si oyes la llamada del Espíritu, escúchala y trata de ser santo con toda tu alma, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas.

Pero si, por humana debilidad, no consigues ser santo, procura entonces ser perfecto con toda tu alma con todo tu corazón y con todas tus fuerzas.

Si, a pesar de todo, no consigues ser perfecto, por culpa de la vanidad de tu vida, intenta entonces ser bueno con toda tu alma, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas.

Si, con todo, no consigues ser bueno, debido a las insidias del Maligno, trata entonces de ser razonable con toda tu alma, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas.

Si, al final, no consigues ser santo, ni perfecto, ni bueno, ni razonable, a causa del peso de tus pecados, procura entonces llevar esta carga delante de Dios y entrega tu vida a la divina misericordia.

Si haces esto sin amargura, con toda humildad y con jovialidad de espíritu, movido por la ternura de Dios, que ama a los ingratos y a los malos, entonces comenzarás a sentir lo que es ser razonable, aprenderás en qué consiste ser bueno, lentamente aspirarás a ser perfecto y, por fin, suspirarás por se santo.

Si haces todo esto día a día, con toda tu alma, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas, entonces, hermano, te aseguro que estarás en el camino de san Francisco y no te hallarás lejos del Reino de Dios."

Leonardo Boff, San Francisco de Asís. Ternura y vigor

jueves, 12 de diciembre de 2013

Viajando de Norte a Sur

 
            Llegué a Freiburg un jueves por la tarde desde Basilea. Estaba agotada del viaje y de la intensa velada anterior que había pasado en el castillo de la dama que resplandece. Me alegró reencontrarme en el refugio, silencioso, vacío, abandonado tiempo atrás en un invierno blanco. Parecía que el tiempo se hubiera congelado por unos instantes, el tiempo de mi ausencia, tal vez.
            El despertar, a la mañana siguiente, fue doloroso, desorientado, desprovisto de dirección. Por lo que el sonido repentino de un acordeón en la esquina me precipitó de nuevo, sin rumbo, al exterior.
            No tardé en encontrarme de pronto en la plaza del mercado, devorando un bratwurst, fundida entre los adoquines y los rostros de otros lugareños que masticaban distraídos pedazos de carne con pan. Estaba hambrienta. Caminaba sin dirección, siguiendo un cierto ritmo interno, escuchando las variaciones en la densidad del aire al compás de mis movimientos. Este caminar errante pero atento me condujo frente a un puesto de dulces entre los que me sorprendió ver uno de color violeta, que creía típico de la ciudad y pedí que me dieran un pedazo. Era agradable devorar esos alimentos pesados, que me devolvían al contacto con el suelo y a la capacidad de pensar, mientras me dejaba llevar trazando dibujos al azar entorno a la enorme y roja catedral de Freiburg. Al girar la esquina, aquella que da a lo que había sido antiguamente la casa de Franz Rosenzweig, sonaron repentinamente las campanas y me sorprendí de pronto en el mismo lugar en el que antaño un poeta del otro espacio me dijera que aquel restaurante, el de la esquina, era considerado “bürgerlich”, mientras presenciaba, atónita, que allí donde dejara candada mi bicicleta la tarde anterior, ya no había absolutamente nada: la habían robado. Ese instante, el de la sorpresa del recuerdo que acudió de pronto a mi mente con tanta claridad al sonar las campanas, fue como un grito de alarma, una extraña coincidencia espacio-temporal que parecía indicar que se avecinaba una aventura.
            Me había propuesto integrarme de pleno en aquella ciudad el tiempo que hiciera falta, por lo que regresé a mi morada cargada de embutidos, rosas y rojos, y un huevo duro pintado de naranja que me habían regalado en la plaza del mercado. Hacía sol. Y una cierta desorientación persistía. Por lo que intenté conectarme al ordenador y comprobé, para mi sorpresa, no solamente que se podía sino que además tenía un mensaje que me convocaba de regreso a la ciudad de la que en realidad procedía. Había salido de casa con intención de enviarle una carta a un filósofo catalán que habitaba entre peñascos y rocas de un pueblecito de Cataluña, y con la intención de enviarle un libro sobre canciones de amor medievales a la dama del castillo.  Salí pues, de nuevo, con el libro y la carta en el bolso, las llaves de casa y 200 euros. Seguía sin tener clara mi dirección; sin embargo, me sentía convocada, ya desde que escuchara las campanas en el mercado, a la aventura, por lo que me arrojé a las calles adoquinadas y comencé a caminar junto al río, en dirección al sur. En el bolso: La plenitud del hombre, el Tratado de los cuatro modos del espíritu y Les cançons de l’amor de lluny de Jaufré Rudel. Era más o menos el mediodía y el cielo estaba sorprendentemente nítido. No tenía intenciones de tomar un tren, pues era demasiado caro. Un avión, de nuevo, de improviso, era absurdo. Me limité a caminar, con un único pensamiento, siguiendo el curso del río y no tardé en ver a un muchacho más o menos de mi edad que intentaba llamar la atención de algún coche para que lo llevase a algún sitio.
            – ¿Adónde te diriges? Le digo
            – Hacia el sur, hacia Suiza. Pero me gustaría llegar a Grenoble. Y me muestra un cartel en el que aparece la palabra “Noble”
            – Ah, pues si no te importa, ¡vengo contigo!
            Al chico pareció hacerle gracia la propuesta.
            – Sí, la verdad es que ir con una mujer resultará más fácil. A las mujeres os cogen enseguida.
            – De acuerdo, pues. ¿Como te llamas?
            – Cristoph
            –Yo soy María.
            Y nos estrechamos la mano mientras me dispongo a llamar la atención de algún coche con una amplia sonrisa.
            No sé cuanto tiempo transcurrió hasta que me sorprendí frente  a una mujer entrada en años que me proponía subirme a su bicicleta, poco después de que el pensamiento de viajar a Barcelona con semejante vehículo cruzara como un rayo mi pensamiento. Pero no cuajó la propuesta, pues el vehículo era caro y la mujer tenía que irse a comer. Así que finalmente llegamos a un cruce de carreteras, después de que Michael, que justamente vendía su bici pero que me disuadió de hacer el viaje en ella con el cuento de la lechera, nos depositara amablemente allí. Tampoco transcurrió mucho rato hasta que para nuestra sorpresa un taxi de color negro que se dirigía hacia Zürich nos ofreció subir. Era un Mercedes. Nuestra jornada en autostop concluyó en el coche de Anna, una arquitecta que había estado viviendo diez años en los Ángeles y trabajado en el desierto, para un proyecto en Dubai. La luz del atardecer iluminaba sus ojos azules reflejados en el retrovisor mientras, a lo lejos, los Alpes nevados, y entre ellos el Mont Blanc se alzaban majestuosos ante nuestra vista de camino hacia la ciudad de Ginebra. Este último trayecto, aunque largo, fue agradable gracias a la animada conversación que me ayudó a saber que Cristoph, mi compañero de viaje improvisado era informático y trabajaba desde hacía algún tiempo en la universidad de Freiburg.
Cuando llegamos a Ginebra era ya prácticamente de noche y Anna nos depositó junto al lago. Ir a la estación de trenes, dada la hora y el cansancio, era nuestra única intención. Las luces de la ciudad se reflejaban líquidas en el lago, que contemplábamos atónitos, extrañados, desde el puente, mientras no pude reprimir cantar una vieja canción.
Nunca hubiera imaginado, al salir de casa aquella mañana con tan sólo el bolso y los libros, que culminaría mi jornada allí, bordeando un lago con forma de media luna, bajo unas estrellas que se veían con nitidez exultante a pesar de encontrarnos en una ciudad, y con la sola compañía de un desconocido. Y nunca lo olvidaré. 

                                                                                         Freiburg 2009






Febrero 2012


 

En el suave crepitar de tu duelo
veo la luna que relampaguea,
veo unas manos secas que, serenas
acarician con dulce llanto tu figura.

Apareciste un día de febrero.
El aire que golpeaba tus sienes
mecía los sonidos del estanque
en el que se reflejaba tu sangre.

Y así, con alma dolorida,
con un veneno tierno en tus heridas
dejaste que mi voz te sosegase.

¡Cuántas mareas de ceniza al viento!
como una espada que atraviesa el tiempo
en mi silencio dibujaste.
 

Lancelot en la Torre

 

Lancelot yace junto a los barrotes de la estrecha ventana mientras escucha en el exterior el incesante rugido del Océano. Amenaza tormenta. En la esquina de la torre hay una lanza quebrada, aún teñida del rojo del último combate- Escucha en silencio el murmullo de las aguas mientras yace sentado en el centro de la habitación, las rodillas dobladas, sus brazos que las rodean. A lo lejos, entre el fragor de las olas, le parece distinguir de pronto el sonido de un delfín. En aquel instante su mirada se clava en el muro que está a su izquierda, donde descubre una pequeña hendidura de la que parece salir el extremo de un pergamino. Algo lo arranca inesperadamente del estado de ensimismamiento en que se hallaba. Se levanta de un salto, se coloca delante de la hendidura, extrae no sin dificultad el pergamino de la pared que parecía estar incrustado en ella como si de una piedra preciosa se tratase. Lo abre y descubre en su interior una pequeña carta escrita con tinta de color esmeralda:

Yamusukro, XIII del XIII del calendario Lunar

Muy estimada Amiga,

Te escribo desde Yamusukro, la capital de esta tierra a la que por algún insólito avatar del destino he sido transportada en busca de una nueva identidad, más pacífica y menos sujeta a los lazos y responsabilidades impuestas que como bien sabes determinan mi rutina en la corte. Pero no es de aquello que queremos dejar atrás en el momento de emprender un viaje que, al menos en este caso esperamos sea sin retorno, de lo que vamos a hablar en esta serie de misivas, sino más bien lo contrario. Ellas debieran de ser un modo de prender fuego, como prendían fuego los antiguos a sus pergaminos sobre los que quedaban impresas las hazañas de aquellos que habían logrado trasgredir algunos órdenes sociales y cuyas carnes  habían sido irremisiblemente condenadas a la hoguera. Sabes que mi erudición es escasa y mi vocabulario pobre, motivo por el cual me limitaré a describir aquellos paisajes, hazañas, aventuras, encuentros, desencuentros y sorpresas con los que me vaya encontrando en el camino. Me limitaré a exponerlos tal y como acudan instantáneamente a mi memoria y tal vez así sea posible ejercitar una cierta destreza en unos trazos que reconozco todavía torpes y tímidos. Comencemos.
Todo tiene su origen en un sueño. Era entrada la noche y el mar rugía con inusitada fuerza al otro lado de la ventana. Yacía sobre el lecho de una casa de madera que uno de los pescadores del pueblo me había ofrecido a modo de cobijo en aquella noche de tormenta. A mi izquierda, mi sueño era velado por una pintura de extraño magnetismo y colores no menos insólitos que parecían haber alzado un vuelo raudo sobre el papel, como si la mano diestra de aquel Pintor los hubiera dotado de Vida. En el centro de la habitación una silla y en el exterior, entre los rugidos furiosos de las aguas discerníase también el silbido de las Sibilas, retratadas en el cuadro. Con los ojos cerrados, y la presencia de la pintura que desde la pared convocaba presencias que no solamente eran fruto de mi imaginario, vi de pronto aparecer en medio de la oscuridad un enorme elefante blanco cuyos colmillos de un azul intenso, semejante al color eléctrico del cielo a la hora del crepúsculo, me miraban amenazantes como dos enormes ojos puntiagudos a punto de rasgar mis pupilas. Los veía emerger, pequeños primero, cada vez más grandes a medida que se aproximaban, desde el corazón de la oscuridad. Y justo en el momento en que sus colmillos azules parecían anunciar una ceguera inminente, desaparecían como si el negro mismo de mis pupilas los hubiera reabsorbido desde aquella misma oscuridad desde la que emergían. Y el silencio, salvo los rugidos del mar, era absoluto.
Era inevitable pensar en el blanco de la espuma de las olas en el mar oscuro allá afuera, imaginar que la oscuridad de mi habitación se teñía con el blanco de aquellos animales considerados sagrados en la India. Y de pronto, en un momento en que la sucesión de paquidermos parecía haberse tornado en una suerte de bálsamo, liberada ya del temor a ser atravesada por el colmillo de alguno de ellos, vi una flecha ígnea atravesar la piel endurecida del santo animal, rasgar su vientre, y teñir el blanco inmaculado de un rojo intenso. La sangre corría a borbotones mientras el ojo atemorizado del animal me miraba como quien mira por primera vez a la cara el rostro de la muerte. Hasta que exhausto, arrodillándose primero sobre sus frágiles piernas, elevó con una tristeza infinita sus colmillos y trompa hacia un cielo que de pronto emergió, como se abren repentinamente a veces las nubes, en la oscuridad. Recuerdo el sonido estremecedor que brotó de su trompa mientras un ojo paralizado me miraba solicitando la ayuda que sabía nadie iba ya a poderle conceder. El azul eléctrico de los colmillos lentamente se fue apagando y su cuerpo entero --en un último amago de lucha por la vida, que era más bien exasperado, siempre con la trompa apuntando al cielo y la pupila clavándose en mi retina--, se desplomó y hundió en su propia sangre, con una pesadumbre y lentitud tan paradójicas que no habría pluma humana capaz de describirlas. No he visto ni veré jamás animal ni criatura alguna con una capacidad tan extraordinaria para conjugar lo ligero con lo pesado, la gravedad con la ingravidez. De allí, y de ningún otro lugar, le venga quizá su condición de Animal Sagrado.
Poco más recuerdo de aquella solemne muerte a cámara lenta a la que sucumbió el Elefante de mi sueño herido por una flecha de fuego que solamente entonces deduje que debía de proceder del cuadro, o la pintura, situada a mi izquierda la cual, sin embargo, no se había movido ni un palmo. Bañado en su propia sangre el elefante despareció y con él mi sueño, como si aquella noche en que la tormenta por fin parecía haber cesado lo hubiera engullido.
Desperté con los primeros rayos de sol de un día que amaneció sorprendentemente plácido. Al otro lado de la ventana el dorado reposaba ya sobre la superficie marina anunciando un nuevo día. Pero también, aunque por entonces yo no lo sabía, el final de un ciclo. Al levantarme de aquel lecho que me había concedido tan extraño reposo algo penetró en la planta de mi pie, cortando ligeramente mi piel. Descubrí que sobre el suelo, justo debajo del cuadro, alguien había olvidado un colmillo. Era de color blanco.”

Lancelot leyó estas líneas con sumo cuidado, cerró lentamente los ojos evocando el recuerdo, ahora ya lejano, de su estimada Reina y sintió la luz del sol al otro lado de las nubes plateadas penetrando por la ventana. Clavó fijamente la mirada en la lanza que abandonara en la esquina de la habitación tiempo atrás y se dirigió hacia allí. ¿Quién era el autor de aquella misteriosa misiva y a quién iba dirigida? ¿Por qué extraño motivo no la había encontrado aún hasta aquel momento? Lancelot se entristeció al contemplar el estado deplorable de su arma, el R-ojo de la cual podría fácilmente ser sustituido con la inicial de su nombre. Imaginó qué pasaría si juntando de nuevo sus dos mitades y grabando su inicial en la empuñadura, pudiese retomar sus aventuras para averiguar de quién era aquella misiva, a quién se dirigía y cómo había llegado hasta allí. En aquel momento la mano que cada quince días introducía los alimentos por la estrecha ventana, apareció inesperadamente. Un extraño anillo en el que Lancelot jamás había reparado vestía su anular. Rápido como un relámpago Lancelot tomó una de las mitades de la lanza y sin pensarlo dos veces agarró la muñeca que estaba a punto de retirarse y con la punta de la lanza amenazó con atravesar la palma de su mano. “Soy yo”, respondió de inmediato la voz, “Keu.”

Si sales de la habitación
y te diriges al pueblo
verás que, sola en un rincón,
yace una doncella muerta.

Tres hombres la asesinaron
a la hora del atardecer
cuando en el bosque desierto
paseaba sin escolta.

Era amiga de la Reina
que triste yace en su alcoba.

¡Sal ya! Lancelot del Lago
y busca a los asesinos
puesto que si das con ellos
rescatarás a Ginebra
de su gran melancolía.


En aquel momento la mano se retiró veloz de la ventana. Un golpe de viento hizo saltar el candado y la puerta se abrió. A lo lejos los delfines parecían entonar una fina melodía. Y así es como Lancelot pudo volver a salir, en nombre del amor, hacia una nueva aventura.

En las colinas

 

He visto unas colinas desprovistas de minerales. He caminado en silencio, durante noches interminables, esperando a que llovieran del cielo manantiales de ceniza o brotaran del fondo de las cuevas nuevos fuegos.
Ya lo dije una vez.
Al caminar por las calles al mediodía, se escuchaba el canto de los jilgueros. Había poca gente en la casa, tal vez cuatro o cinco vecinos, una gata blanca, el perro negro y un colmillo de marfil. Era una casa de madera en el corazón de una montaña. Aquella tarde el cielo era intensamente gris. Los cúmulos miraban las colinas, a la espera de vomitar chorros de agua para hacer reverdecer la hierba y alimentar con minerales a quienes la habitaban.
No recuerdo la última vez que vi llover.
Eran las tres del mediodía.
Sobre la cima, tres cormoranes descansaban.

Era una tarde de noviembre y comenzaba a llover. Veíamos aparecer bajo los párpados la brisa, y estremecerse como tumbas las laderas descalzas.
Una luz blanquecina se posa de pronto sobre tu cara. Me ofreces una sonrisa, esa mirada transparente que me traspasa, y tu corazón encendido se refleja en la montaña.
Entre los cúmulos espesos que vomitan chorros de agua, emergen de nuevo unos pálidos rayos de sol. Y de pronto se incendian las colinas, los cormoranes emprenden el vuelo, atraviesan el cielo mientras sus alas cortan el aire como espadas.
En tu rostro sigo observando un halo transparente. Vuelves a sonreír mientras miro por la ventana y me estremezco al comprobar que hay un chacal tras las cortinas.

Las colinas están llenas de minerales. Después de las lluvias torrenciales su superficie se ha cubierto de diamantes. Lobos y animales salvajes habitan libremente sus bosques. Y entre las dunas del desierto nunca visto, sabes que volverá a llover. 

El muro


 
Marta está sentada frente a un muro de pizarra. La arena roja sobre la que descansa está cubierta de pinaza. Hace días que contempla en silencio la pared a la espera de que emerjan de ella chorros de agua. Ha llegado la noche. Sobre los escombros de ceniza unos lagartos transparentes observan la silueta de la niña que casi ni se mueve. La luna se cubre repentinamente de una capa de nubes.
Hace mucho tiempo, en el pueblo, habitaba un grupo de hombres y de mujeres pescadores. Acostumbraban a sentarse junto al embarcadero a la hora del atardecer, mientras los grillos, en un bosque no muy lejano, componían melodías pasajeras.
Marta miraba absorta hacia el muro e intuía los cambios que se avecinaban. Esperaba con impaciencia a que la roca fuera repentinamente atravesada por una fuerza muy superior a ella y derribase el obstáculo que se alzaba ante sí. Era ciega y era incapaz de oír. Sus orejas estaban tapiadas, su corazón daba golpes contra sus propias paredes en un intento por ampliar los límites que lo aprisionaban.
Alguien golpea las paredes. Lentamente se estrechan los muros de mi silencio. Entre las sombras de las dunas, nacen como suaves amaneceres ligeros bloques de hielo, imágenes que se desnudan y alimentan dulcemente tus sueños.
Marta se pregunta cuánta distancia media todavía entre el hoy y el ayer. Sabe que de la hendidura que ha realizado en el suelo esta mañana, deberán emerger ríos de sangre y agua pura. Primero fueron las flores, el canto de los pájaros, un tenue rayo de sol al deslizarse por sus mejillas. Solamente más tarde: el dolor. Tras el dolor la herida y tras la herida fuentes de fuego luminosas y cascadas ardientes.
Su pecho se partió en dos.
Del corazón de sus costillas brotaron manantiales de oro, cascadas de terciopelo y aves multicolores con millones de ojos.
Poco a poco, mientras las pupilas invidentes atravesaban los muros, comenzaron a crecer plantas en su cuerpo. Plantas carnívoras, al principio, que al final se convirtieron en girasoles y después pasaron a ser campos de trigo.
En el horno, junto al embarcadero, los pescadores descansaban tras haber arrojado sus redes en alta mar. Pescados plateados y azules se retorcían sobre la superficie amarilla de la roca. Quisieron evitar toda violencia dejando que el sol los secara mientras ellos depositaban sus cuerpos a orillas de un río.
Quería que las heridas se abrieran para que volvieran a brotar de ellas las fuentes de sabiduría, pero algo en ella anhelaba un bálsamo para tanto dolor y desperdicio. Un dolor inmenso y dulce sin propósito ni justificación alguna, mientras los peces, impotentes, agitaban sus cuerpos palpitantes de vida sobre el muelle.
La niña mira impertérrita la roca. Bajo sus nalgas la pinaza apenas le hace unos pocos rasguños. Sus manos acarician la arena roja y un reloj blanco desliza por su interior las horas.
Se escucha el rumor del agua por debajo de las rocas. Se siente la ondulación de los campos de trigo, la velocidad de los rayos del sol sobre el asfalto y la canción de un último testigo.
Esta tarde, piensa la niña, volverán a venir. Cuando los pescadores, con sus redes, con sus peces disecados al sol, hayan recogido y cuando la negrura del empíreo de paso a los millones de soles que custodian el universo sin que los veamos, regresarán a por el agua los camellos, y de la roca brotarán otra vez aguas puras capaces de apaciguar la sed.

Ateneu barcelonés

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Nueva Vida


 
Serena estaba sentada al borde del mar. Era una tarde de diciembre. En el muelle, un grupo de jóvenes investigadores miraban a través del telescopio la puesta de sol. Habían pasado más de quince días desde que Serena llegara, por vez primera, al pueblo. El reloj de la iglesia marcaba el paso de las horas. A Serena le parecía estar sumergida en otro tiempo. Acostumbrada como estaba al murmullo incesante de la ciudad, aquel suave balanceo de las olas y el sonido de las campanas, le recordaban un tiempo remoto, olvidado ya. Todavía no sabía muy bien cuáles iban a ser los siguientes pasos a seguir.  Había venido a aquel pueblo sin un propósito determinado. Sabía que tenía que abandonar la ciudad, comenzar de nuevo. Ese era el motivo de estar allí. Pero ahora, sentada ante un sol que se disponía a desaparecer por detrás del horizonte, se sentía como frente a una inmensa noche sin estrellas. Nada quedaba detrás. Nada delante. Solamente la inmensidad del océano y una luz que se hacía cada vez más tenue y daba paso al silencio. Se levantó cuando apenas si se dibujaba una fina línea anaranjada en el horizonte y el cielo se había teñido de un azul eléctrico intenso. Contrariamente a lo que pensaba, se intuía alguna estrella, que asomaba con timidez iluminando ligeramente el cielo. Una luna finísima, casi invisible, la observaba.
Comenzó a caminar sobre la arena con paso tambaleante. Miraba sus pies avanzar, dejar una huella que inmediatamente sería absorbida por el agua. Imaginaba la ola devorando su débil huella a cada paso que daba. Y la arena, pensó, es tan ligera que en cualquier momento el viento sería capaz de llevársela. ¿Qué quedaría entonces? Quedarían solamente, tal vez, los nombres inscritos con un punzón sobre la piedra que algún día la arena ocultara. Imaginó que debajo de los diminutos granos, uno acabaría por topar con la superficie dura de la roca; y que sobre ella, estarían gravados los nombres de todos cuantos en algún momento hubieran pasado por allí. Sin embargo, era inevitable estremecerse ante el sonido de la ola que engullía con voracidad las huellas que desparecían a su paso.
Era casi medianoche cuando llegó a casa. Quedaban todavía algunos troncos de leña en la buhardilla, y unas brasas semi-encendidas en la chimenea. No sería difícil volver a encender el fuego.
Habían transcurrido apenas quince días desde que llegara al pueblo y cada vez le parecía más difícil encontrarle un sentido a su decisión. Solamente la claridad de un pensamiento en un instante la habían llevado a abandonar comodidades y trabajo, para aterrizar en aquel lugar recóndito en el que parecía prácticamente imposible abrirse paso. Tenía lo justo para sobrevivir. Había traído consigo el ordenador, papel, lápices, pinceles y pluma para escribir. Disponía de tiempo. Nada más. Y en aquellos quince días se había limitado a vagabundear por las calles del pueblo con la única esperanza de que en algún momento, de un modo inesperado, alguien la liberase de su responsabilidad de decidir.
Era terrible sentirse dueña de sus actos, con el deber de gobernar su tiempo. Le resultaba insoportable tener las horas del día por delante, tanto que no había sido capaz aún de realizar un solo trazo. ¡Zas! Conseguir en un segundo romper la monotonía. Pero no había ni reglas ni instrucciones para llevarlo a cabo. Y sentía que le faltaba el coraje para manchar con la tinta el papel blanco sin alguna idea previa que le indicase qué es lo que debía decir. El problema es que carecía por completo de ideas y eso la obligaba a precipitarse al océano de sus incertidumbres. ¿Dónde estaba el director de su empresa? ¿El jefe de su despacho? ¿Su tutor de tesis? ¿El novio que decidía adónde ir? ¿Su padrastro? Esperaba la voz masculina capaz de autorizarla, de aprobar lo correcto de su decisión. Esperaba el juicio benigno de quien sabía que las cosas se hacen así. Se sentía abandonada, inútil, inservible. Hiciera lo que hiciera, sin aquella aprobación externa, estaba acabada, condenada al fracaso, no podía sino estar cometiendo un error.
Naturalmente ella no era en modo alguno consciente de los pensamientos que con tanta nitidez se verían plasmados. Era solamente incapaz de llevar a término nada que no hubiera sido dictado con anterioridad. Cuando de lo que se trataba realmente era que el proceso mismo de la escritura fuera dictado al convertirse en acto. 
Cuando, en raras ocasiones, en un momento de silencio, algo le silababa una canción suave al oído, se veía entonces capaz de trazar algunas líneas lo más breves posible para ocultarlas inmediatamente en algún cajón al que nadie podía acceder. E, inmediatamente, las olvidaba. Y cuanto más lejos de sí estuviera aquello que pedía ser plasmado, tanto mejor. De ahí las grandes aspiraciones a realizar tesis doctorales, cuando ni siquiera era capaz de recordar el nombre de su vecina de enfrente, que la saludaba cada mañana con una amplia sonrisa, de saber que el vecino del ático trabajaba como vigilante de una discoteca, o que el del segundo presenció los últimos vestigios de un atentado en Tel Aviv.
Ahora solamente estaban ella y el papel blanco. No sabía si era mejor escribir o hacer un dibujo. Pasó un día entero disimulando que tenía que vigilar el fuego, realizar alguna compra o alguna tarea doméstica, mientras los pinceles, lápices y papeles esperaban distribuidos en desorden en la mesa del comedor sobre la que, a primera hora de la mañana, se arrojaba ocasionalmente, abrazándola, un rayo de sol.
Su cabeza permanecía tan vacía como el primer día. Ninguna idea previa podía indicarle el camino a seguir. No le quedaba más remedio que dar marcha atrás, regresar a su oficina, a las órdenes de su jefe, a las indicaciones aparentemente adecuadas de su pareja, a los alaridos de su padrastro, las instrucciones y demarcaciones de sus directores de tesis, los consejos de sus profesores o sus hermanos, que la liberasen de la libertad de decidir. O eso, o lanzarse de nuevo al vacío del océano que de pronto imaginó frente a sí.
Contempló el papel blanco y de pronto le pareció reconocer en él una leve ondulación y en medio de la ondulación la sombra de una huella que era inmediatamente engullida por el blanco. Se imaginó a sí misma algunos días atrás, en la orilla, sentada sobre la arena frente a la puesta de sol. Un grupo de investigadores jóvenes escrutaban a través del telescopio las primeras estrellas. Aquella iba a ser una noche espléndida. Había luna llena y el agua del mar parecía un estanque en una noche de calma. A través del telescopio los jóvenes científicos daban nombre a las constelaciones que se extendían ante ellos. La noche era extremadamente calurosa, sin viento. Parecía verano. Las calles estaban vacías y reinaba un silencio de desierto. Sin pensarlo dos veces Serena depositó el vestido rojo sobre la arena blanca bajo la luz de la luna, y se entregó en una brazada a las cálidas aguas que enseguida la acogieron y entre las que despareció.
 Cuando a la mañana siguiente encontraron su cuerpo ya desprovisto de vida, en su rostro se dibujaba una dulce sonrisa. En el apartamento recién alquilado no había más que una chimenea todavía encendida. Y sobre la mesa de madera de brezo, un relato.

8 de diciembre del 2013.