martes, 8 de julio de 2014

Fragmento de una ascensión al Teide

        El Teide es un volcán; corazón de una isla situada en pleno Oceáno Atlántico, tierra de formas y recovecos imposibles, fruto de la solidificación de la lava que en el momento repentino de la erupción atraviesa todas las capas de la tierra y el agua del océano, hasta emerger en el exterior como una enorme bola de fuego en dirección al cielo, precipitándose de nuevo al mar que la irá enfriando de nuevo hasta convertirla, con mano escultórica, en enormes pedazos multiformes que parecen haber sido desgajados de la tierra. Sus erupciones, al herir y atravesar la corteza terrestre cuyas raíces invisibles se encuentran sumergidas en las profundidades del mar, convertirían el líquido ardiente al solidificarse, en montañas que, reunidas en aquella zona del inmenso Océano, formaron las así llamadas Islas Afortunadas. Canarias, según supe después, no sería sino el nombre que se dio a estas islas-volcanes cuando dejaron de pertenecer al Imperio romano. Más tarde, ya en la Edad Media, llegarían a su costa los normandos, poco antes de su colonización por parte de los españoles, y llamarían guanches a sus habitantes; palabra formada por “guan”, que en la lengua originaria de canarias significa “hombre”, y “anache”, que quiere decir literalmente Isla que Retumba. Los guanches habrían sido así literalmente para los normandos los hombres de la isla que retumba.
            Pero lo verdaderamente impresionante de la isla de Tenerife era el hecho de que se podían ver, al desplazarse por su superficie, los distintos estratos temporales que la habían ido conformando, de erupción en erupción. Así, al llegar a una parte considerablemente elevada del Teide, sorprendía encontrarse con unas enormes piedras de color negro con forma de huevo que habían permanecido en la ladera, de una fina arena blanca, cuyo color revelaba una tierra-lava muy anterior a la de la enorme lengua negra que se extendía, magnífica y fabulosa a un tiempo, sobre su parte más elevada, como una suerte de monstruo que hubiera caído rendido, tras una interminable batalla, sobre su superficie. Más tarde supe que aquellos inmensos pedazos de roca negra eran producto de la lava que se había dispersado durante la última erupción, y habían quedado alejados y desgajados de su origen. Su forma ahuevada no parecía tener explicación, pero fácilmente podría haberse creído que se trataba de los fósiles de huevos de algún animal gigantesco, tal vez alado, y ya desde tiempos remotos en extinción. Sorprendía ver esos pedazos inmensos de piedra negra ahuevada sobre la arena blanca de la ladera, a lado y lado del camino, entre las piedras de lava rojiza y amarillenta entre las que se veía crecer, de vez en cuando, algún arbusto. Más tarde supe también que solían crecer por esa zona las llamadas flores de violeta, unas hermosas flores muy pequeñas, de ese mismo color, cuya fragilidad hacía que pareciera prácticamente imposible su existencia en aquel lugar. Pero allí, en medio de la aridez de lava negra, crecían sobreviviendo también ellas al paso del tiempo.
            Había recorrido ya un largo trayecto hasta alcanzar la zona en la que se extendían los múltiples huevos negros. Poco después, si se seguía avanzando por el mismo camino, se llegaba a una enorme pendiente pedregosa que según supe más tarde conducía a un refugio, y a la que regresaría después. Ese era el camino que debía tomarse si se quería llegar arriba del todo, pero consciente de la hora tardía y de que el último bus que habría de devolverme a la Orotava no tardaría en salir, tomé un pequeño desvío en vez de aventurarme a escalar por la pendiente pedregosa que configuraba el último tramo hasta la cima. A su lado había también un caminito perfectamente delimitado por piedras, muy estrecho, al final del cual se llegaba al culmen de ese tramo del Teide, al que llamaban la Montaña Blanca. El caminito conducía a una suerte de colina ondulada y, justo allí en aquel punto, parecía dividirse en dos direcciones opuestas, formando una suerte de Y que según descubrí al decidirme por uno de los dos tras un largo titubeo (¡como si mi destino estuviera en juego!) era en realidad el inicio de un círculo que envolvía el montículo juntándose los dos caminos que aparentemente formaban una disyuntiva, al otro lado. Y desde allí podían otearse las montañas multicolores del Teide y del Valle de la Orotava, que se extendían hacia un horizonte sin fin.

            Pues aquel horizonte no tenía fin. Si algo queda grabado para siempre en la memoria del viajero que pisa las arenas del Teide es la sensación de estar abocado a un paisaje infinito, de encontrarse en la cúspide de una duna desértica en medio de más y más dunas que se extienden hasta más allá de lo que alcanza la vista y se difuminan entre las nubes detrás de las cuales se deja entrever, tímidamente, alguna estrella. Allí, al borde de la inmensa duna de piedra, bajo un cielo descolorido y claro, se tiene la sensación de haber llegado al límite ilimitado de la tierra donde la fuerza de gravedad empieza a no tener ya prácticamente ninguna influencia y el cuerpo se sorprende extrañamente poco capacitado para retenernos. Allí, entre las piedras negruzcas que arden todavía a pesar del tiempo transcurrido, se siente la infinitud del cielo abierto y la liviandad de las lavas-nubes con aires extraterrestres que nos recuerdan la pequeñez de nuestro amable planeta y la escasa evolución de la especie... Y así permanecí largo rato frente a la nueva extensión de tierra y montaña, hasta el momento del descenso.

Extraído de De la Selva Negra a la Montaña Blanca, de una servidora (Barcelona, 2008)