jueves, 12 de diciembre de 2013

El muro


 
Marta está sentada frente a un muro de pizarra. La arena roja sobre la que descansa está cubierta de pinaza. Hace días que contempla en silencio la pared a la espera de que emerjan de ella chorros de agua. Ha llegado la noche. Sobre los escombros de ceniza unos lagartos transparentes observan la silueta de la niña que casi ni se mueve. La luna se cubre repentinamente de una capa de nubes.
Hace mucho tiempo, en el pueblo, habitaba un grupo de hombres y de mujeres pescadores. Acostumbraban a sentarse junto al embarcadero a la hora del atardecer, mientras los grillos, en un bosque no muy lejano, componían melodías pasajeras.
Marta miraba absorta hacia el muro e intuía los cambios que se avecinaban. Esperaba con impaciencia a que la roca fuera repentinamente atravesada por una fuerza muy superior a ella y derribase el obstáculo que se alzaba ante sí. Era ciega y era incapaz de oír. Sus orejas estaban tapiadas, su corazón daba golpes contra sus propias paredes en un intento por ampliar los límites que lo aprisionaban.
Alguien golpea las paredes. Lentamente se estrechan los muros de mi silencio. Entre las sombras de las dunas, nacen como suaves amaneceres ligeros bloques de hielo, imágenes que se desnudan y alimentan dulcemente tus sueños.
Marta se pregunta cuánta distancia media todavía entre el hoy y el ayer. Sabe que de la hendidura que ha realizado en el suelo esta mañana, deberán emerger ríos de sangre y agua pura. Primero fueron las flores, el canto de los pájaros, un tenue rayo de sol al deslizarse por sus mejillas. Solamente más tarde: el dolor. Tras el dolor la herida y tras la herida fuentes de fuego luminosas y cascadas ardientes.
Su pecho se partió en dos.
Del corazón de sus costillas brotaron manantiales de oro, cascadas de terciopelo y aves multicolores con millones de ojos.
Poco a poco, mientras las pupilas invidentes atravesaban los muros, comenzaron a crecer plantas en su cuerpo. Plantas carnívoras, al principio, que al final se convirtieron en girasoles y después pasaron a ser campos de trigo.
En el horno, junto al embarcadero, los pescadores descansaban tras haber arrojado sus redes en alta mar. Pescados plateados y azules se retorcían sobre la superficie amarilla de la roca. Quisieron evitar toda violencia dejando que el sol los secara mientras ellos depositaban sus cuerpos a orillas de un río.
Quería que las heridas se abrieran para que volvieran a brotar de ellas las fuentes de sabiduría, pero algo en ella anhelaba un bálsamo para tanto dolor y desperdicio. Un dolor inmenso y dulce sin propósito ni justificación alguna, mientras los peces, impotentes, agitaban sus cuerpos palpitantes de vida sobre el muelle.
La niña mira impertérrita la roca. Bajo sus nalgas la pinaza apenas le hace unos pocos rasguños. Sus manos acarician la arena roja y un reloj blanco desliza por su interior las horas.
Se escucha el rumor del agua por debajo de las rocas. Se siente la ondulación de los campos de trigo, la velocidad de los rayos del sol sobre el asfalto y la canción de un último testigo.
Esta tarde, piensa la niña, volverán a venir. Cuando los pescadores, con sus redes, con sus peces disecados al sol, hayan recogido y cuando la negrura del empíreo de paso a los millones de soles que custodian el universo sin que los veamos, regresarán a por el agua los camellos, y de la roca brotarán otra vez aguas puras capaces de apaciguar la sed.

Ateneu barcelonés

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