En las colinas solitarias
escucho las voces de aquellos
con quienes, a distancia,
trazo un camino.
Hora de siluetas recortadas
sobre un cielo eléctrico
y de hogueras que se apagan.
El silencio de la tarde
me trae esas voces lejanas
que murmuran desde la altura.
Aire fresco, transparente
que acaricia la piel resecada
por las horas de contacto
con la madera de la guitarra
y el sabor salado de los días.
Se alejan lentamente los rayos,
se abre una claridad vespertina
con sus pausas, voces sin melodía.
Un aire azul de montaña
me recuerda el frescor de la nieve,
la libertad de la infancia
y la protección de saberse
bajo el cielo a una edad madura.
Desnudos de ruidos y llantos
por fin así, a la intemperie
nos sabemos desprotegidos
por la noche que ya se cierne
sobre las frágiles cabezas
y acaricia los cuerpos heridos.
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