jueves, 16 de abril de 2015

Silencio


        Cuando lentamente la escucha da espacio al silencio, una mirada reposada y transparente se abre de nuevo al mundo y reconoce que hay un hilo invisible que armoniza todo lo que se aparece a nuestros sentidos. La percepción de la luz se vuelve más nítida y el caminar más ligero. Todo deviene objeto de atención: desde el modo en que colocamos un pie delante del otro al caminar mientras nuestras huellas se borran tras nuestros pasos, hasta el leve agitarse de las ramas de un árbol. Como si a través de la atención calmada pudieran auscultarse los movimientos silenciosos que dan nacimiento a los gestos, las palabras, la percepción del entorno. Nos damos cuenta de que algo sucede en lo más insignificante, que aquello que normalmente nos pasa desapercibido merece ahora toda nuestra consideración.
          La escucha se convierte en una gran pregunta, como se abren de pronto los sentidos a una realidad que empieza a hablar. Nuestro modo de escuchar esa realidad que balbuce, se parece al modo en que un recién nacido a su vez empieza a balbucir. Se hace real en nosotros la conciencia de que no sabemos prácticamente nada, de que nos movemos en un entorno que nos es por completo desconocido. Y nos habla un lenguaje nuevo, silencioso, precioso y sutil. No nos dice nada, pero nos habla sin cesar aunque sus palabras se pierden como un susurro en el viento y se parecen más bien a una melodía que nace, alcanza nuestro organismo interior y desaparece. Al mismo tiempo se siente la calidez de la tierra y el fuego en las entrañas. Como si se tratara del tránsito a una dimensión interior, donde se manifiesta el fuego que habita siempre, aunque no lo veamos, las profundidades mismas de la tierra. Imaginamos el interior de un tronco que se comunica con la tierra a través de sus raíces y absorbe desde allí los minerales.

            Tierra, tronco, no son elementos separados. Hay una fuerza brutal que los une, como se unen las raíces con el cielo a través del agua de la lluvia que aquellas a su vez absorben. Agua, tierra, aire y fuego son manifestaciones de lo mismo. El aire es lo que alcanzan al fin, libres de la materia, las raíces transformadas en fruto o flor. El agua comunica a todos ellos, desde la tierra, hasta las nubes, pasando por la savia que desde las raíces atraviesa el tronco de arriba abajo y de abajo arriba. El fuego es el elemento central que funde lo próximo y lo lejano: el sol que arde y da luz pero no quema; el fuego que habita el interior de la tierra. El aire es un silencio, el agua es un rumor, el fuego alumbra y da vida a una tierra que late y respira. Silencio, rumor, latido, respiración, responden a un movimiento único. La savia es la sangre de un organismo inmenso, incesante, en constante expansión y contracción, crecimiento y decrecimiento, del que apenas si llegamos a conocer la superficie. Hasta que una ola nos alcanza y nos conduce a su interior. Nos engulle, nos transforma y nos devuelve de nuevo a la superficie con la mirada nueva, consciente de su ignorancia.  

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