Serena estaba sentada al borde del mar. Era
una tarde de diciembre. En el muelle, un grupo de jóvenes investigadores
miraban a través del telescopio la puesta de sol. Habían pasado más de quince
días desde que Serena llegara, por vez primera, al pueblo. El reloj de la
iglesia marcaba el paso de las horas. A Serena le parecía estar sumergida en
otro tiempo. Acostumbrada como estaba al murmullo incesante de la ciudad, aquel
suave balanceo de las olas y el sonido de las campanas, le recordaban un tiempo
remoto, olvidado ya. Todavía no sabía muy bien cuáles iban a ser los siguientes
pasos a seguir. Había venido a aquel
pueblo sin un propósito determinado. Sabía que tenía que abandonar la ciudad,
comenzar de nuevo. Ese era el motivo de estar allí. Pero ahora, sentada ante un
sol que se disponía a desaparecer por detrás del horizonte, se sentía como
frente a una inmensa noche sin estrellas. Nada quedaba detrás. Nada delante.
Solamente la inmensidad del océano y una luz que se hacía cada vez más tenue y
daba paso al silencio. Se levantó cuando apenas si se dibujaba una fina línea
anaranjada en el horizonte y el cielo se había teñido de un azul eléctrico
intenso. Contrariamente a lo que pensaba, se intuía alguna estrella, que
asomaba con timidez iluminando ligeramente el cielo. Una luna finísima, casi
invisible, la observaba.
Comenzó a caminar sobre la arena con paso
tambaleante. Miraba sus pies avanzar, dejar una huella que inmediatamente sería
absorbida por el agua. Imaginaba la ola devorando su débil huella a cada paso
que daba. Y la arena, pensó, es tan ligera que en cualquier momento el viento
sería capaz de llevársela. ¿Qué quedaría entonces? Quedarían solamente, tal
vez, los nombres inscritos con un punzón sobre la piedra que algún día la arena
ocultara. Imaginó que debajo de los diminutos granos, uno acabaría por topar
con la superficie dura de la roca; y que sobre ella, estarían gravados los
nombres de todos cuantos en algún momento hubieran pasado por allí. Sin
embargo, era inevitable estremecerse ante el sonido de la ola que engullía con
voracidad las huellas que desparecían a su paso.
Era casi medianoche cuando llegó a casa.
Quedaban todavía algunos troncos de leña en la buhardilla, y unas brasas
semi-encendidas en la chimenea. No sería difícil volver a encender el fuego.
Habían transcurrido apenas quince días
desde que llegara al pueblo y cada vez le parecía más difícil encontrarle un
sentido a su decisión. Solamente la claridad de un pensamiento en un instante
la habían llevado a abandonar comodidades y trabajo, para aterrizar en aquel
lugar recóndito en el que parecía prácticamente imposible abrirse paso. Tenía
lo justo para sobrevivir. Había traído consigo el ordenador, papel, lápices,
pinceles y pluma para escribir. Disponía de tiempo. Nada más. Y en aquellos
quince días se había limitado a vagabundear por las calles del pueblo con la
única esperanza de que en algún momento, de un modo inesperado, alguien la
liberase de su responsabilidad de decidir.
Era terrible sentirse dueña de sus actos,
con el deber de gobernar su tiempo. Le resultaba insoportable tener las horas
del día por delante, tanto que no había sido capaz aún de realizar un solo
trazo. ¡Zas! Conseguir en un segundo romper la monotonía. Pero no había ni
reglas ni instrucciones para llevarlo a cabo. Y sentía que le faltaba el coraje
para manchar con la tinta el papel blanco sin alguna idea previa que le
indicase qué es lo que debía decir. El problema es que carecía por completo de
ideas y eso la obligaba a precipitarse al océano de sus incertidumbres. ¿Dónde
estaba el director de su empresa? ¿El jefe de su despacho? ¿Su tutor de tesis?
¿El novio que decidía adónde ir? ¿Su padrastro? Esperaba la voz masculina capaz
de autorizarla, de aprobar lo correcto de su decisión. Esperaba el juicio
benigno de quien sabía que las cosas se hacen así. Se sentía abandonada,
inútil, inservible. Hiciera lo que hiciera, sin aquella aprobación externa,
estaba acabada, condenada al fracaso, no podía sino estar cometiendo un error.
Naturalmente ella no era en modo alguno
consciente de los pensamientos que con tanta nitidez se verían plasmados. Era
solamente incapaz de llevar a término nada que no hubiera sido dictado con
anterioridad. Cuando de lo que se trataba realmente era que el proceso mismo de
la escritura fuera dictado al convertirse en acto.
Cuando, en raras ocasiones, en un momento
de silencio, algo le silababa una canción suave al oído, se veía entonces capaz
de trazar algunas líneas lo más breves posible para ocultarlas inmediatamente
en algún cajón al que nadie podía acceder. E, inmediatamente, las olvidaba. Y
cuanto más lejos de sí estuviera aquello que pedía ser plasmado, tanto mejor.
De ahí las grandes aspiraciones a realizar tesis doctorales, cuando ni siquiera
era capaz de recordar el nombre de su vecina de enfrente, que la saludaba cada
mañana con una amplia sonrisa, de saber que el vecino del ático trabajaba como
vigilante de una discoteca, o que el del segundo presenció los últimos
vestigios de un atentado en Tel Aviv.
Ahora solamente estaban ella y el papel
blanco. No sabía si era mejor escribir o hacer un dibujo. Pasó un día entero
disimulando que tenía que vigilar el fuego, realizar alguna compra o alguna
tarea doméstica, mientras los pinceles, lápices y papeles esperaban
distribuidos en desorden en la mesa del comedor sobre la que, a primera hora de
la mañana, se arrojaba ocasionalmente, abrazándola, un rayo de sol.
Su cabeza permanecía tan vacía como el
primer día. Ninguna idea previa podía indicarle el camino a seguir. No le
quedaba más remedio que dar marcha atrás, regresar a su oficina, a las órdenes
de su jefe, a las indicaciones aparentemente adecuadas de su pareja, a los
alaridos de su padrastro, las instrucciones y demarcaciones de sus directores
de tesis, los consejos de sus profesores o sus hermanos, que la liberasen de la
libertad de decidir. O eso, o lanzarse de nuevo al vacío del océano que de
pronto imaginó frente a sí.
Contempló el papel blanco y de pronto le
pareció reconocer en él una leve ondulación y en medio de la ondulación la
sombra de una huella que era inmediatamente engullida por el blanco. Se imaginó
a sí misma algunos días atrás, en la orilla, sentada sobre la arena frente a la
puesta de sol. Un grupo de investigadores jóvenes escrutaban a través del
telescopio las primeras estrellas. Aquella iba a ser una noche espléndida.
Había luna llena y el agua del mar parecía un estanque en una noche de calma. A
través del telescopio los jóvenes científicos daban nombre a las constelaciones
que se extendían ante ellos. La noche era extremadamente calurosa, sin viento.
Parecía verano. Las calles estaban vacías y reinaba un silencio de desierto.
Sin pensarlo dos veces Serena depositó el vestido rojo sobre la arena blanca
bajo la luz de la luna, y se entregó en una brazada a las cálidas aguas que
enseguida la acogieron y entre las que despareció.
Cuando a la mañana siguiente encontraron su
cuerpo ya desprovisto de vida, en su rostro se dibujaba una dulce sonrisa. En
el apartamento recién alquilado no había más que una chimenea todavía
encendida. Y sobre la mesa de madera de brezo, un relato.
8 de diciembre del 2013.
Gràcies, Núria, pels teus ulls benignes!! Però es cert que està fet amb el cor, tot i que no tenia ni idea de que diria ni de que aniria quan el vaig començar...
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