He
visto unas colinas desprovistas de minerales. He caminado en silencio, durante
noches interminables, esperando a que llovieran del cielo manantiales de ceniza
o brotaran del fondo de las cuevas nuevos fuegos.
Ya lo
dije una vez.
Al
caminar por las calles al mediodía, se escuchaba el canto de los jilgueros. Había
poca gente en la casa, tal vez cuatro o cinco vecinos, una gata blanca, el
perro negro y un colmillo de marfil. Era una casa de madera en el corazón de
una montaña. Aquella tarde el cielo era intensamente gris. Los cúmulos miraban
las colinas, a la espera de vomitar chorros de agua para hacer reverdecer la
hierba y alimentar con minerales a quienes la habitaban.
No
recuerdo la última vez que vi llover.
Eran
las tres del mediodía.
Sobre
la cima, tres cormoranes descansaban.
Era
una tarde de noviembre y comenzaba a llover. Veíamos aparecer bajo los párpados
la brisa, y estremecerse como tumbas las laderas descalzas.
Una
luz blanquecina se posa de pronto sobre tu cara. Me ofreces una sonrisa, esa mirada transparente que me traspasa, y tu corazón encendido se refleja en
la montaña.
Entre
los cúmulos espesos que vomitan chorros de agua, emergen de nuevo unos pálidos
rayos de sol. Y de pronto se incendian las colinas, los cormoranes emprenden el
vuelo, atraviesan el cielo mientras sus alas cortan el aire como espadas.
En tu
rostro sigo observando un halo transparente. Vuelves a sonreír mientras miro
por la ventana y me estremezco al comprobar que hay un chacal tras las
cortinas.
Las
colinas están llenas de minerales. Después de las lluvias torrenciales su
superficie se ha cubierto de diamantes. Lobos y animales salvajes habitan
libremente sus bosques. Y entre las dunas del desierto nunca visto, sabes que
volverá a llover.
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