Marta
está sentada frente a un muro de pizarra. La arena roja sobre la que descansa
está cubierta de pinaza. Hace días que contempla en silencio la pared a la
espera de que emerjan de ella chorros de agua. Ha llegado la noche. Sobre los
escombros de ceniza unos lagartos transparentes observan la silueta de la niña
que casi ni se mueve. La luna se cubre repentinamente de una capa de nubes.
Hace
mucho tiempo, en el pueblo, habitaba un grupo de hombres y de mujeres
pescadores. Acostumbraban a sentarse junto al embarcadero a la hora del
atardecer, mientras los grillos, en un bosque no muy lejano, componían melodías
pasajeras.
Marta
miraba absorta hacia el muro e intuía los cambios que se avecinaban. Esperaba
con impaciencia a que la roca fuera repentinamente atravesada por una fuerza
muy superior a ella y derribase el obstáculo que se alzaba ante sí. Era ciega y era
incapaz de oír. Sus orejas estaban tapiadas, su corazón daba golpes contra sus
propias paredes en un intento por ampliar los límites que lo aprisionaban.
Alguien
golpea las paredes. Lentamente se estrechan los muros de mi silencio. Entre las
sombras de las dunas, nacen como suaves amaneceres ligeros bloques de hielo,
imágenes que se desnudan y alimentan dulcemente tus sueños.
Marta
se pregunta cuánta distancia media todavía entre el hoy y el ayer. Sabe que de
la hendidura que ha realizado en el suelo esta mañana, deberán emerger ríos de
sangre y agua pura. Primero fueron las flores, el canto de los pájaros, un
tenue rayo de sol al deslizarse por sus mejillas. Solamente más tarde: el
dolor. Tras el dolor la herida y tras la herida fuentes de fuego luminosas y
cascadas ardientes.
Su pecho
se partió en dos.
Del corazón de sus costillas brotaron manantiales de oro, cascadas de terciopelo y aves multicolores con millones de ojos.
Del corazón de sus costillas brotaron manantiales de oro, cascadas de terciopelo y aves multicolores con millones de ojos.
Poco a
poco, mientras las pupilas invidentes atravesaban los muros, comenzaron a crecer
plantas en su cuerpo. Plantas carnívoras, al principio, que al final se
convirtieron en girasoles y después pasaron a ser campos de trigo.
En el
horno, junto al embarcadero, los pescadores descansaban tras haber arrojado sus
redes en alta mar. Pescados plateados y azules se retorcían sobre la superficie
amarilla de la roca. Quisieron evitar toda violencia dejando que el sol los
secara mientras ellos depositaban sus cuerpos a orillas de un río.
Quería
que las heridas se abrieran para que volvieran a brotar de ellas las fuentes de
sabiduría, pero algo en ella anhelaba un bálsamo para tanto dolor y
desperdicio. Un dolor inmenso y dulce sin propósito ni justificación alguna,
mientras los peces, impotentes, agitaban sus cuerpos palpitantes de vida sobre
el muelle.
La
niña mira impertérrita la roca. Bajo sus nalgas la pinaza apenas le hace unos
pocos rasguños. Sus manos acarician la arena roja y un reloj blanco desliza por
su interior las horas.
Se
escucha el rumor del agua por debajo de las rocas. Se siente la ondulación de
los campos de trigo, la velocidad de los rayos del sol sobre el asfalto y la
canción de un último testigo.
Esta
tarde, piensa la niña, volverán a venir. Cuando los pescadores, con
sus redes, con sus peces disecados al sol, hayan recogido y cuando la negrura
del empíreo de paso a los millones de soles que custodian el universo sin que
los veamos, regresarán a por el agua los
camellos, y de la roca brotarán otra vez aguas puras capaces de apaciguar la
sed.
Ateneu barcelonés
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