Lancelot
yace junto a los barrotes de la estrecha ventana mientras escucha en el
exterior el incesante rugido del Océano. Amenaza tormenta. En la esquina de la
torre hay una lanza quebrada, aún teñida del rojo del último combate- Escucha
en silencio el murmullo de las aguas mientras yace sentado en el centro de la
habitación, las rodillas dobladas, sus brazos que las rodean. A lo lejos, entre
el fragor de las olas, le parece distinguir de pronto el sonido de un delfín.
En aquel instante su mirada se clava en el muro que está a su izquierda, donde
descubre una pequeña hendidura de la que parece salir el extremo de un
pergamino. Algo lo arranca inesperadamente del estado de ensimismamiento en que
se hallaba. Se levanta de un salto, se coloca delante de la hendidura, extrae
no sin dificultad el pergamino de la pared que parecía estar incrustado en ella
como si de una piedra preciosa se tratase. Lo abre y descubre en su interior
una pequeña carta escrita con tinta de color esmeralda:
“Yamusukro, XIII del XIII del calendario Lunar
Muy
estimada Amiga,
Te escribo desde Yamusukro, la capital
de esta tierra a la que por algún insólito avatar del destino he sido
transportada en busca de una nueva identidad, más pacífica y menos sujeta a los
lazos y responsabilidades impuestas que como bien sabes determinan mi rutina en
la corte. Pero no es de aquello que queremos dejar atrás en el momento de
emprender un viaje que, al menos en este caso esperamos sea sin retorno, de lo
que vamos a hablar en esta serie de misivas, sino más bien lo contrario. Ellas
debieran de ser un modo de prender fuego, como prendían fuego los antiguos a
sus pergaminos sobre los que quedaban impresas las hazañas de aquellos que habían
logrado trasgredir algunos órdenes sociales y cuyas carnes habían sido irremisiblemente condenadas a la
hoguera. Sabes que mi erudición es escasa y mi vocabulario pobre, motivo por el
cual me limitaré a describir aquellos paisajes, hazañas, aventuras, encuentros,
desencuentros y sorpresas con los que me vaya encontrando en el camino. Me
limitaré a exponerlos tal y como acudan instantáneamente a mi memoria y tal vez
así sea posible ejercitar una cierta destreza en unos trazos que reconozco
todavía torpes y tímidos. Comencemos.
Todo tiene su origen en un sueño. Era
entrada la noche y el mar rugía con inusitada fuerza al otro lado de la
ventana. Yacía sobre el lecho de una casa de madera que uno de los pescadores
del pueblo me había ofrecido a modo de cobijo en aquella noche de tormenta. A
mi izquierda, mi sueño era velado por una pintura de extraño magnetismo y
colores no menos insólitos que parecían haber alzado un vuelo raudo sobre el
papel, como si la mano diestra de aquel Pintor los hubiera dotado de Vida. En
el centro de la habitación una silla y en el exterior, entre los rugidos
furiosos de las aguas discerníase también el silbido de las Sibilas, retratadas
en el cuadro. Con los ojos cerrados, y la presencia de la pintura que desde la pared
convocaba presencias que no solamente eran fruto de mi imaginario, vi de pronto
aparecer en medio de la oscuridad un enorme elefante blanco cuyos colmillos de
un azul intenso, semejante al color eléctrico del cielo a la hora del
crepúsculo, me miraban amenazantes como dos enormes ojos puntiagudos a punto de
rasgar mis pupilas. Los veía emerger, pequeños primero, cada vez más grandes a
medida que se aproximaban, desde el corazón de la oscuridad. Y justo en el
momento en que sus colmillos azules parecían anunciar una ceguera inminente,
desaparecían como si el negro mismo de mis pupilas los hubiera reabsorbido
desde aquella misma oscuridad desde la que emergían. Y el silencio, salvo los
rugidos del mar, era absoluto.
Era inevitable pensar en el blanco de la
espuma de las olas en el mar oscuro allá afuera, imaginar que la oscuridad de
mi habitación se teñía con el blanco de aquellos animales considerados sagrados
en la India. Y de pronto, en un momento en que la sucesión de paquidermos
parecía haberse tornado en una suerte de bálsamo, liberada ya del temor a ser
atravesada por el colmillo de alguno de ellos, vi una flecha ígnea atravesar la
piel endurecida del santo animal, rasgar su vientre, y teñir el blanco
inmaculado de un rojo intenso. La sangre corría a borbotones mientras el ojo
atemorizado del animal me miraba como quien mira por primera vez a la cara el
rostro de la muerte. Hasta que exhausto, arrodillándose primero sobre sus
frágiles piernas, elevó con una tristeza infinita sus colmillos y trompa hacia
un cielo que de pronto emergió, como se abren repentinamente a veces las nubes,
en la oscuridad. Recuerdo el sonido estremecedor que brotó de su trompa
mientras un ojo paralizado me miraba solicitando la ayuda que sabía nadie iba
ya a poderle conceder. El azul eléctrico de los colmillos lentamente se fue
apagando y su cuerpo entero --en un último amago de lucha por la vida, que era
más bien exasperado, siempre con la trompa apuntando al cielo y la pupila clavándose
en mi retina--, se desplomó y hundió en su propia sangre, con una pesadumbre y
lentitud tan paradójicas que no habría pluma humana capaz de describirlas. No
he visto ni veré jamás animal ni criatura alguna con una capacidad tan
extraordinaria para conjugar lo ligero con lo pesado, la gravedad con la
ingravidez. De allí, y de ningún otro lugar, le venga quizá su condición de
Animal Sagrado.
Poco más recuerdo de aquella solemne
muerte a cámara lenta a la que sucumbió el Elefante de mi sueño herido por una
flecha de fuego que solamente entonces deduje que debía de proceder del cuadro,
o la pintura, situada a mi izquierda la cual, sin embargo, no se había movido
ni un palmo. Bañado en su propia sangre el elefante despareció y con él mi
sueño, como si aquella noche en que la tormenta por fin parecía haber cesado lo
hubiera engullido.
Desperté con los primeros rayos de sol
de un día que amaneció sorprendentemente plácido. Al otro lado de la ventana el
dorado reposaba ya sobre la superficie marina anunciando un nuevo día. Pero
también, aunque por entonces yo no lo sabía, el final de un ciclo. Al
levantarme de aquel lecho que me había concedido tan extraño reposo algo
penetró en la planta de mi pie, cortando ligeramente mi piel. Descubrí que
sobre el suelo, justo debajo del cuadro, alguien había olvidado un colmillo.
Era de color blanco.”
Lancelot
leyó estas líneas con sumo cuidado, cerró lentamente los ojos evocando el
recuerdo, ahora ya lejano, de su estimada Reina y sintió la luz del sol al otro
lado de las nubes plateadas penetrando por la ventana. Clavó fijamente la
mirada en la lanza que abandonara en la esquina de la habitación tiempo atrás y
se dirigió hacia allí. ¿Quién era el autor de aquella misteriosa misiva y a
quién iba dirigida? ¿Por qué extraño motivo no la había encontrado aún hasta
aquel momento? Lancelot se entristeció al contemplar el estado deplorable de su
arma, el R-ojo de la cual podría fácilmente ser sustituido con la inicial de su
nombre. Imaginó qué pasaría si juntando de nuevo sus dos mitades y grabando su
inicial en la empuñadura, pudiese retomar sus aventuras para averiguar de quién
era aquella misiva, a quién se dirigía y cómo había llegado hasta allí. En
aquel momento la mano que cada quince días introducía los alimentos por la
estrecha ventana, apareció inesperadamente. Un extraño anillo en el que
Lancelot jamás había reparado vestía su anular. Rápido como un relámpago
Lancelot tomó una de las mitades de la lanza y sin pensarlo dos veces agarró la
muñeca que estaba a punto de retirarse y con la punta de la lanza amenazó con
atravesar la palma de su mano. “Soy yo”, respondió de inmediato la voz, “Keu.”
Si sales de la habitación
y te diriges al pueblo
verás que, sola en un rincón,
yace una doncella muerta.
Tres hombres la asesinaron
a la hora del atardecer
cuando en el bosque desierto
paseaba sin escolta.
Era amiga de la Reina
que triste yace en su alcoba.
¡Sal ya! Lancelot del Lago
y busca a los asesinos
puesto que si das con ellos
rescatarás
a Ginebra
de su gran melancolía.
En
aquel momento la mano se retiró veloz de la ventana. Un golpe de viento hizo
saltar el candado y la puerta se abrió. A lo lejos los delfines parecían
entonar una fina melodía. Y así es como Lancelot pudo volver a salir, en nombre
del amor, hacia una nueva aventura.