Estaba
esta tarde de sábado tranquilamente en casa jugando al pilla-pilla y al
escondite con mi gata, cuando al ver a través de la ventana cómo se difuminaban
las nubes y reaparecían en el cielo algunos rayos de sol, he decidido salir a
dar un paseo. Entristecida por el súbito abandono --y también, por qué no
decirlo, felizmente insumisa--, la gata se me ha subido a los hombros mientras me
ataba los cordones de los zapatos, al sospechar que se le avecinaban algunas
horas de tedio por delante. Así que, ni cortas ni perezosas, hemos cruzado
ambas el umbral de la puerta y hemos salido al exterior, ella mirando al frente
cual musa sobre mi hombro derecho, y yo procurando mantener la normalidad y
compostura ante tan peculiar situación.
Y
cual no ha sido mi sorpresa cuando, al pasar por delante del Súper Mercado y
ocurrírseme comprar algo de pienso para mi pequeño felino, va y en vez de
decírseme que está prohibido adentrarse en los lugares públicos con animales
domésticos, me he visto acogida con dulces sonrisas y gestos de gran
amabilidad, mientras se me decía que podía entrar si así lo deseaba, siempre y
cuando mi pequeña tigresa semi-domesticada permaneciera a esa misma altura prudencial
del suelo.
Así se han ido sucediendo toda una serie de entrañables encuentros por el barrio: con la mujer que vendía flores en la esquina... con una extraña pareja (más que la que probablemente formábamos Queralt y yo) a quien he tenido que narrar con pelos y señales el cómo de mi encuentro con la gata y el por qué de su carácter agradecido y afable (¡cómo se nota que desconocen el dolor ácido que produce el contacto de la punta de sus uñas afiladas con la piel!), en la frutería más adelante...
Así se han ido sucediendo toda una serie de entrañables encuentros por el barrio: con la mujer que vendía flores en la esquina... con una extraña pareja (más que la que probablemente formábamos Queralt y yo) a quien he tenido que narrar con pelos y señales el cómo de mi encuentro con la gata y el por qué de su carácter agradecido y afable (¡cómo se nota que desconocen el dolor ácido que produce el contacto de la punta de sus uñas afiladas con la piel!), en la frutería más adelante...
En
fin, que gracias a este inesperado salto de Queralt sobre mis hombros antes de
cruzar el umbral de mi casa esta tarde, lo que no habría sido más que un anodino
paseo de fin de semana se ha convertido en un paseo que, si no extraordinario,
sí ha sido al menos suficientemente memorable como para hacerse digno de ser
narrado ahora aquí.
Feliz
tarde de sábado!
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