Regresaron de un largo viaje al borde del abismo.
Una mañana de invierno, devorados por las
olas resplandecientes. Era miércoles y el sol se reflejaba en los rostros de
los marinos. Habían oteado las últimas
estrellas, y emergido en silencio del corazón de la noche. Tantas veces
olvidados de la vida, del sol o las tormentas. Atrapados en seguridades
inciertas, lejos del aire, de la lluvia, del cielo, del mar y las montañas,
apresados en sus ritos y funerales, incapaces del sí desnudo y doloroso a la vida.
Yo era una de ellos, cobarde y anodina, agazapada detrás de
una pantalla, refugiada en obligaciones sin sustancia, temerosa del contacto
con la brisa o del calor de los rayos en mi cara. Temible cobardía, incapaz de
escoger entre la muerte o la locura, locura o poesía: poseía.
Ahora comprendo aquella frase tantas veces repetida por uno
de mis maestros, “¿para qué poetas en tiempos de penuria?” Porque ellos, solamente
ellos, se hacen capaces, por un imperativo honesto y lleno de coraje, de
regresar a los orígenes auténticos, beber de las fuentes de nuevos manantiales
que ningún otro humano ha probado todavía, el coraje de mantenerse a la intemperie
sin protección y sin refugio alguno. Y yo, ¡cobarde!, cuánto tiempo derramado y
perdido entre las maletas de viaje, que no he sabido abandonar a tiempo, aunque
queda todavía algo de tiempo por delante.
Caminar a la deriva sin guía por el firmamento, acaso
guiados por aquel firmamento mismo, sin identidad ni firma. Números de una
serie que ha salido de la fila, abandonándose al frío invierno, y al extremo
calor en las mañanas de verano. Números que han perdido el DNI, pero saben al menos que ellos no corresponden a los nombres que les pusieron. Valientes perdedores de identidades
ficticias que al perderse buscan hacerse idénticos a sí mismos, lo que equivale
a hacerse nadie.
¿A todos les ocurre? ¿Todos sienten la conmoción de la
intemperie a la que sigue un llanto incomprensible y (¿por qué ocultarlo?) cristalino? ¿Ese que en el momento en que la roca se parte y de nuevo el corazón deja oír
sus latidos, somos incapaces de concebir, porque es tan lejano, tan suave, tan
fino y tan cercano, que nos reconocemos indignos?
Solamente los insumisos alcanzan a veces un corazón de carne
que respira, sienten abrirse las cortezas de los árboles y contemplan exhaustos
sus anillos, hasta que allí, en el centro, vislumbran en el fondo sus raíces.
Y en la rama del árbol, un pájaro que mira.
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