La cabeza de Medusa espera vigilante en las entrañas del volcán. Lágrimas de lava negra acarician el agua con su aristas y fragmentos afilados de tierra se recortan sobre el sol vespertino. A lo lejos humea la cúspide el Etna manifestando su estado latente dispuesto a la erupción. La tierra tiembla. Pedazos de piedra caliente a la espera de ser devorados por la sal.
Desde las ruinas de un teatro griego oteamos la distancia infinita de luces que parpadean, barcos de crucero sobre la superficie mercúrea de un mar ya negro. Las personas enmudencen ante tanta belleza. Belleza de la naturaleza teñida de un pasado histórico mitológico que revive en cada esquina, en cada roca, en cada movimiento de la ola al estallar sobre los escollos del volcán.
Y en este grito de la historia desde las entrañas de la tierra, en el centro de las ruinas que contemplan alucinadas un paisaje indómito, se alza majestuosa la orquestra que, entre movimiento y movimiento, eleva un único sonido hacia las estrellas. Así, fragmentos de madera extraídos de los árboles y transformados en instrumentos cuyas cuerdas asemejan al hilo de pescar, nos orientan hacia el cielo invocando las presencias transparentes que danzan en esta noche estival. Hay un temor humano a aproxiamarse al corazón de la música, de modo semejante a como el cuerpo se estremece al contacto con el agua de mar. Se mueven dentro de cada una las incapacidades, los deseos, las incertezas, como si en los ojos de quien ha realizado el máximo de sí, puieran verse reflejadas nuestras carencias.
Enmudecemos ante la belleza del paisaje como enmudecemos ante la mirada de quien ha visto demasiado, o ante el rostro de medusa. Tal vez la lección del Etna consista precisamente en esto: enseñarnos a perder el miedo a la muerte a que la contemplación inmediata de los ojos de Medusa nos conduciría sin piedad.
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