A veces me pregunto
por qué los humanos
preferimos ser adulados
que amados.
Por qué el auténtico amor
nos asusta
al mostrarnos lo que somos
sin esperanzas ficticias
que apunten a la mirada
de los otros.
Porque el amor jamás es ambiguo
sino generoso, abierto y claro.
Y donde la ambigüedad se impone,
por bella que sea
la máscara tras la cual habita,
huye despavorido,
el amor.
Tras las máscara
del silencio ambiguo
se esconce el miedo
a ser descubiertos
también en nuestra
humanidad
que es limitada y herida
único lugar donde quizá
pueda brotar un día
la auténtica luz divina.
No hay más:
mirar a la cara y de frente
también con los ojos del cuerpo
que las lágrimas irritan
sin perder su valor verdadero
a ojos de lo infinito.
Nada más.
La sonrisa que queda cuando
tras un nuevo desengaño
vuelves a encontrarte contigo
en paz y serenidad.
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