Leonardo
habitaba en un pueblo lejos de la ciudad donde tenía un trabajo anodino. Todas
las mañanas, de camino a la oficina, compraba el diario antes de tomar el metro
que leía lentamente mientras el enorme monstruo subterráneo atravesaba la
ciudad hasta el centro. Antes de entrar en la oficina acostumbraba a tomar un
café en la granja que estaba debajo del edificio de piedra en el que pocos
minutos después se introducía y donde transcurrían largas y aburridas jornadas.
Aquel
era el último día de trabajo antes de las vacaciones de navidad. Entró en el
despacho, depositó el maletín encima de la silla y se sentó frente al
ordenador. Consultó el correo como cada día y de pronto algo llamó su atención.
Le pareció escuchar que alguien golpeaba la ventana. Se levantó, se aproximó al
estrecho ventanal que daba a la Gran Vía y contempló los coches pasando por
debajo a gran velocidad. El cielo era de un color gris plomizo. Extrañado al
comprobar que el ruido habría sido probablemente producto de su imaginación,
Leonardo volvió al ordenador y continuó con su trabajo.
“¡¡Boom!!”,
se escuchó de repente.
El
extraño sonido parecía en efecto proceder de la ventana. Pero al mirar de nuevo
hacia ella, no le pareció percibir anomalía alguna. Solamente al cabo de un
rato aquel misterioso golpe regresó.
Algo
inquieto, Leonardo decidió permanecer un rato junto a la ventana. Miró de nuevo
a la calle y al incesante ir y venir de los automóviles. Pasaron unos minutos.
Detrás de las nubes plateadas se intuyó un tenue rayo de sol. El astro le
pareció de pronto un foco que buscaba alumbrarlo traspasando la espesura del
nubarrón.
“¡¡Boom!!”
En aquel
momento un extraño cuerpo de color negro chocó contra el cristal de la ventana
y desapareció. Volvieron a transcurrir unos minutos, hasta que la insólita
criatura volvió a embestir contra el cristal que entonces se quebró y estalló
en mil pedazos.
Sobre el
suelo de la oficina, entre los miles de cristales partidos, Leonardo reconoció
lo que parecía ser una suerte de cuervo o aguilucho ensangrentado. Tenía un ala
partida por la brutalidad del golpe y apenas si se podía mover. Era
sorprendente el tamaño de aquella ave recién aparecida, que atravesó con una
mirada, en que se reflejaba el dolor, las pupilas de Leonardo. No daba crédito
a lo que tenía ante sí. Se acercó un poco más para ver con detenimiento de qué
se trataba, y reconoció en él a un águila, como las que en alguna ocasión había
visto en las montañas. ¿Cómo habría llegado hasta allí?
Aquel
día Leonardo decidió abandonar antes su trabajo en la oficina. Envolvió en una
tela blanca, que enseguida se tiñó de rojo intenso, al pobre pájaro negro. No
quiso avisar al veterinario. Tomó una caja de cartón del almacén de la oficina
y lo colocó suavemente en su interior.
Las
calles y el metro a aquella hora estaban relativamente tranquilos. Pudo tomar
asiento en un tren que habría de conducirlo de nuevo al pueblo donde vivía. Su
casa estaba en un lugar algo apartado entre los árboles. El suelo era de madera
y en el salón que hacía de entrada –era una casa pequeña pero acogedora—había
una vieja chimenea. Depositó la caja de cartón junto a ella y se dispuso a
encender el fuego. El pájaro se movía inquieto dentro de la caja por el dolor.
En el botiquín había alcohol, algodones y algunas vendas que tomó y con los que
logró realizar una suerte de cura. El pájaro yacía tembloroso en el interior de
la caja y a pesar de su color negro azabache algunas plumas de un marrón claro
rodeaban un cuello que Leonardo imaginó majestuoso en pleno vuelo. Pero el ave
seguía sangrando y gemía de dolor.
Transcurrieron
las horas. Poco a poco el día fue dando paso a la oscuridad y el cielo se tiñó
de azul eléctrico en el momento en que el sol se ocultaba tras las montañas.
Quedaban todavía algunas brasas encendidas en la chimenea pero al suave
crepitar de la madera lo envolvía un inmenso silencio. Poco a poco, llegó el
cansancio. El pájaro gemía suavemente de vez cuando y Leonardo dejó que
lentamente se cerraran sus párpados.
A la
mañana siguiente el pájaro había desaparecido del salón. Quedaban algunos
rastros de sangre esparcidos por la alfombra, algunos restos de plumas negras,
también. Leonardo siguió el rastro de la sangre que llegaba hasta la chimenea.
¿Habrá alcanzado las brasas hasta consumirse en ellas? Pensó. Pero no le
pareció algo plausible.
Pasó el
invierno y Leonardo olvidó, aunque no del todo, el extraño encuentro con el
aguilucho en la víspera de navidad.
Un día
de primavera, Leonardo yacía paseando por un camino de campo. El viento agitaba
la yerba verde que había crecido fuerte y vigorosa debido a las lluvias
torrenciales del año. Se dirigía al pueblo vecino donde acostumbraba a buscar
leña, que almacenaba y guardaba para el invierno siguiente. Permaneció en aquel
pueblo hasta pasado el atardecer. Cuando regresaba a su casa, a pie, por aquel
mismo camino, era prácticamente noche cerrada. Comenzaron a escucharse algunos
grillos, también podía observarse de pronto el vuelo ocasional de un murciélago.
Prácticamente no había luna aquella noche, por lo que el camino era particularmente
oscuro, y se veían las estrellas con mucha más intensidad de lo que era
habitual. Su casa no estaba lejos.
De
pronto, a mitad de camino, le pareció escuchar un sonido remoto, como un aleteo,
y se detuvo. Algo, una cierta claridad, le sorprendió por detrás de los árboles
del bosque situado en una de las laderas de una de las pequeñas montañas que
había a lado y lado del camino. Un viento brusco agitó sus cabellos y de
pronto, de un modo por completo inesperado, ¡zas!, una silueta gigantesca rasgó
el cielo y con unas garras de pájaro lo tomó de los hombros y a la velocidad
del rayo se lo llevó.
A la
mañana siguiente no se sabía nada de Leonardo. Solamente alguien oyó decir a un
niño del pueblo que por la noche había visto en el cielo un inmenso pájaro
dorado. Pero nadie le creyó.
Iniciado invierno 2014 / acabado mayo 2015
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