Lady Morgana acababa de llegar al pueblo. Eran poco más de las doce del
mediodía. Las calles vacías deslizaban el sonido amortiguado de las pezuñas de los
caballos que en aquel verano especialmente caluroso arrastraban los carromatos
en dirección al sur. El anciano mayor del pueblo yacía sentado en la terraza
del bar Cucut, situado en una de las plazas más transitadas del lugar, no por
ello menos solitaria que el resto.
Pues era, ciertamente, un lugar desolado. Solamente los campesinos, que
en aquella hora descansaban a la sombra para resguardarse del sol, y algún que
otro trabajador ocasional, dejaban ver sus rostros arrugados en alguna esquina.
Se oía, muy de vez en cuando, el canto de las golondrinas. Y sobre los tejados
caminaban los gatos en equilibrio, como si aquella ley a la que denominamos
fuerza de gravedad fuera inexistente para ellos.
Lady Morgana no sabía todavía exactamente el motivo por el cual el Dr. N.
la había convocado. Había aceptado casi a ciegas el trabajo movida por una
corazonada, ajena a toda razón: creía que aquel iba a ser el lugar en el que se
realizaran definitivamente sus sueños. Sueños, muchos de los cuales aún
desconocía, pero que ansiaba despertar lentamente de su largo letargo. Tenía
una sola certeza: la de haber soñado aquel lugar con anterioridad, incluso
antes de saber de su existencia. Lo reconoció de inmediato el primer día que
llegó. El verde de los prados, el riachuelo, la inconfundible luz. Era un lugar
con el que había soñado en más de una ocasión cuando, en noches a veces
agitadas, alcanzaba de pronto, al final de oscuras y tortuosas sendas, un lugar
tranquilo y solitario en el que el sufrimiento se desvanecía por fin. En ese
entorno privilegiado se hallaba entonces aquel pueblo, y esperaba alcanzar allí
(también había contemplado la opción del monasterio) aquella paz profunda y
durante tanto tiempo anhelada, un sosiego para su alma más allá del tiempo y
del quehacer mundano, sin por ello sentir que debiera renunciar a él. Se creía
conocedora, aunque no fuera más que por un conocimiento intuitivo, de un estado
luminoso más allá de toda tribulación, que necesitaba tan sólo del tiempo y del
espacio necesarios para realizarse, para alcanzar una cumbre en la que permanecer
ya por siempre sin retorno, no sin antes descender para ayudar a cuantos
pudiera en su ascenso.
Pero antes de toda acción o ayuda
a otros era necesario, ante todo, el despojamiento completo de sí. De todo
cuanto había sido, era o anhelaba ser. Era necesario el total abandono del
deseo, de la intención, sin esperar nada a cambio, tan sólo mantenerse en un
estado de receptividad que lentamente, y sin que ella lo supiera, la iría conduciendo
hacia aquella cumbre insospechada en la que ya no había más que la extensión verde
infinita de los prados, la copa de un árbol desnudo recortándose sobre el
cielo, el cielo límpido sobre su cabeza, ajeno totalmente al clamor del mundo,
de sus penas y sufrimientos, de sus resistencias y desgarros. Solamente esa limpidez
del aire de montaña, y la conciencia de que es posible la realización en sí
misma de una libertad más allá todo cuanto podamos imaginarnos.
Lo que no sabía es que aquel estado de beatitud y transparencia era tan
sólo el comienzo. No era la cumbre o el final de un largo periplo iniciado,
sino el comienzo de un periplo interminable, mucho mayor, que ni siquiera el
Dr. N. sabía con plena certeza adonde conducía. Pero él estaba al menos allí
para darle algunas directrices esenciales. Lo primero que habría de preguntarle
era si aquello era fruto de la mera percepción, es decir, si se trataba de algo
puramente subjetivo, o si por el contrario era un estado real, que iba más allá
de sí misma y que podía en efecto tener reverberaciones o consecuencias sobre
el resto de la humanidad. ¿Era un mero capricho de una mente llena de sí misma
que imaginaba una escapatoria al mundo vil, o se trataba por el contrario del
reconocimiento o la intuición de un estado muy anterior o incluso ajeno a todo
espacio y lugar concretos? ¿Encontraba dicho espacio luminoso su lugar en el
mundo? ¿Llegaba, por así decirlo, aquella calidez transparente a alumbrar las
almas de los seres afligidos por participación, o era simplemente un placer
ególatra y egoísta que se alimentaba de sí mismo dando la espalda, de nuevo, a
la realidad? Eran preguntas cruciales. Tal vez demasiado vagas, pero que le
preocupaban, en cualquier caso, lo suficiente como para sentir que en sí misma
ardía un fuego que solamente una vez formuladas las preguntas podría tal vez
apaciguarse.
No había venido allí por un mero capricho de la conciencia o a modo de entretenimiento.
Su llegada al lugar era fruto de años de lucha, sufrimientos y búsqueda. No
había un motivo especial, pero tampoco era del todo arbitrario. ¿Por qué razón
podía de pronto gozar de aquella placidez sin nombre, de aquella libertad
interior que le llevaban incluso a creer que no había distinción entre la salud
y la enfermedad, o entre la vida y la muerte? Era como estar en otra parte pero
estando aquí, al mismo tiempo mucho más presente aquí que en otras ocasiones,
pero también más ajena al rumor distorsionante de la realidad rutinaria en la
que la mayoría habitábamos.
Recordaba inevitablemente la escritura que ella misma realizara muchos
años atrás de un relato. Un relato escrito con tan sólo 12 años de edad en el
que se hablaba de la posibilidad de fusionar dos mundos aparentemente
separados, el de la realidad y el de la fantasía, fusión que se realizaba
mediante el proceso mismo de la escritura, a través del cual quien escribía hacía
crecer entorno a sí una inmensa burbuja capaz de englobar a todos los seres.
Habían transcurrido sin embargo muchos años desde que escribiera aquel texto y
tenía la impresión de no haber realizado grandes progresos. Después de escribirlo
se había abandonado a la noche y al vicio, arrastrada por una curiosidad insana,
deseosa de conocer el lado más oscuro de la vida. Solamente muy poco a poco
había ido logrando dejar todas aquellas tendencias destructivas atrás y poco a
poco había ido trazando un sendero más luminoso. Pero siempre desde una cierta
soledad y aislamiento.
Lo que no lograba comprender es cómo aquello podía ser el comienzo. Le
parecía haberlo alcanzado todo y, sin embargo, todavía no había sido capaz de
dar el primer paso para realizar el recorrido. Abandonaba todo y se sentía en
cierto modo traicionando mucho de lo que hasta entonces le había ayudado a
encontrarse donde ahora estaba. Pero era una corazonada, una intuición mayor
que a pesar de ir en dirección contraria a todo cuanto los demás le decían, se
le aparecía con insospechada claridad. No quería caminar por el mismo camino ni
seguir los pasos de sus coetáneos. Se sentía en comunión con ellos, pero
consideraba necesario explorar nuevas vías, transitar tierras vírgenes; lo que,
en efecto, no estaba exento de cierto riesgo o peligro. Además del peligro de
extraviarse, estaba el peligro del aislamiento, la marginación o la locura.
¿Era necesario pasar por allí? No lo era en la medida en que ella sentía en su
fuero interno estar cumpliendo con su deber. Pero existía el riesgo del engaño,
y en ese sentido ella no creía tener suficiente conocimiento de sí como para no
caer presa de él. Por ello tenía depositada su confianza en el Dr. N. cuya
experiencia podría probablemente ayudarla a liberarse de sus propias trampas.
Pero, ¿que había de la contemplación de cuanto sucedía entorno? Era
importante el conocimiento de sí, pero éste en modo alguno estaba separado de
la visión del mundo circundante, solamente posible en la medida en que no
hubiera proyecciones de ningún tipo. ¿Era capaz de ver y de comprender la
situación de su país? ¿Veía el sufrimiento de su vecino? ¿Se hacía cargo del
dolor por el que pasaba un amigo cercano? Aquella era en realidad la verdadera
tarea a realizar, ese era el comienzo del camino. La plenitud, el éxtasis, la
libertad, ¿qué eran si no era siquiera capaz de comprender y acoger lo más
cercano, de conocer su propia condición no como ajena sino como parte
integrante de sí? No quería mirar el mundo desde el filtro de las teorías y,
con todo, una cierta teoría (en el sentido del griego theoreo, que
significa “mirar”) era necesaria para que pudiera situarse en el lugar, para
que su acción pudiera llevarse a término de un modo efectivo. Si su ascensión a
la montaña solamente le servía para palpar el cielo y las nubes pero no era
capaz a través de ella de vislumbrar la realidad que desde aquella distancia
habría debido manifestársele con mayor claridad y de un modo concreto, ¿qué
sentido tenían todas aquellas elevaciones? Tal vez esta pudiera ser una de las
respuestas que el Dr. N iba a proporcionarle. No se trataba tanto de alcanzar
el cenit o una plenitud inenarrable más allá del mundo, sino de ver todo
aquello concreto que necesariamente debía cobrar una forma distinta.
Tal vez fuera posible desde aquella altura configurar nuevas formas. Tal
vez la intensidad y concentración de aquellos estados pudieran proporcionarle
la materia suficiente como para realizar un trabajo tangible sin necesidad de
acción social o política de ningún tipo. Se trataba de imprimir una huella en
el mundo visible desde la superación de las formas, desde la habitación de
aquello invisible donde no quedaban más que el empíreo y el vuelo. Y ese vuelo
que le proporcionaba la lucidez del águila, era el momento en que se le ofrecía
la posibilidad de visualizar el mapa actual de su vida, desde el que poder
contemplar el lugar donde entonces se hallaba y con mayor claridad comprender
cuál era el mejor paso a seguir. Pero también es cierto que, como ya antaño le
ocurriera con la redacción de aquel relato, la palabra cobraba en aquel proceso
una importancia crucial. Era el camino mismo que la conducía a la visión, era
el camino que atravesaba la montaña y sin el cual no era posible ni la
elevación de todo el cuerpo hasta alcanzar la visión desde lo alto, ni la observación
desde aquella altura de los elementos concretos que quería modificar. Y aquí
quizá más que de elementos cabría hablar de relaciones. Veía la situación de
sus relaciones desde fuera, todo aquello que las obstaculizaba, las entorpecía
o enturbiaba, imposibilitando así la necesaria armonía, más acorde con lo que los cristianos llaman Dios.
En eso consistía el trabajo. Trabajo que nadie podría realizar más que ella
misma. Era su sola responsabilidad. Su sola y única.
El primer paso consistía en superar su temor a las sombras, debía
aprender a no rechazarlas de inmediato, como si no existieran, pues ese era el
origen principal del engaño. Solamente desde la aceptación de los rincones más
oscuros de sí misma, podría tal vez afianzarse en una luz cada vez más
verdadera, lo que pasaba, en primer lugar, por la suspensión de todo juicio. Lo
primero que convenía practicar era la observación. Observarse a sí mismo,
primero, observar cuanto sucedía alrededor, de un modo casi simultáneo. Y
encontrar un equilibrio entre estos dos modos observación.
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