Buceo por las entrañas de la tierra porque sé que este árbol está destinado a crecer alto hacia el cielo. Entre los nudos que entrelazan sus ramas, recojo pedazos de identidad, retazos de fotografías que componen las diversas edades de la vida. Y en el silencio que habita los rincones oscuros de la culpa veo emerger, a veces, tímidos rayos de sol.
Entonces me dejo arrastrar por las nubes que lentamente desplazan sus colores de fuego por el firmamento. Me siento parte de una cosmología superior que desconozco, la misma que me ha traído a la tierra. Descubro en el abrazo de mis abuelos ya fallecidos la misma luz que me vio nacer y que me ha acompañado por los caminos de la vida. Y en el momento en que la lluvia empieza a caer, me deslizo por el río, surcando las montañas y los campos de trigo, y me fundo en el mar de mi infancia, en las caricias del viento en la piel, en los reflejos de la luz en el agua, en el sabor inconfundible del erizo y en el regreso a casa, con la barca de madera, al atardecer.
Todo está en calma.