miércoles, 12 de marzo de 2025

Ojos que ven




¿Cuántas veces hemos oído hablar de la guerra? La guerra parece siempre lejana. La guerra es algo que les ocurre a los demás. La guerra es lo que leemos en los periódicos, vemos en las películas, en las noticias, en las novelas, en la televisión. La guerra pertenece al mundo del pasado o al de la ficción. Pero un día la guerra llama a la propia puerta. Y estoy segura de que la mayoría de vosotros, en el momento en que he pronunciado estas palabras, lo primero en lo que ha pensado ha sido en la guerra entre Russia y Ucraina, la guerra que podría llamar a nuestra puerta, más que ninguna otra.
Pero no es de esa de la que quiero hablar hoy, sino de aquella de la que no hablan ni los periódicos, ni el telediario, más que en raras ocasiones. Desde hace ya años existe en el corazón del África una guerra latente, silenciosa, en el país al que llaman, como nos explicó el obispo de Uvira después de acogernos en su casa un día de tormenta, el “diamante.” En África muchos llaman a la República Democrática del Congo “diamante” porque se trata probablemente de uno de los países más ricos no sólo de África sino del mundo entero. Y, precisamente por eso, uno de los más pobres. Desde hace poco más de un mes el M23 ha decidido pasar a la acción. Un 27 de enero, día de la memoria, día en el que parece que de nada sirva recordar los males del pasado para evitar aquellos presentes y futuros.
Por primera vez en mi vida, he sentido la guerra llamar a mi puerta. Llama cada día a la puerta de Luisa y de Antonina, las dos mujeres que con una acogida y generosidad que no olvidaré nunca, nos ofrecieron la comida de Pascua más significativa que he probado en mi vida. La Pascua del 2023. Dos años más tarde Luisa ha tenido que ver con horror como los presos escapaban de la prisión que durante tantos años ha visitado todas las semanas. Una prisión con cabida para 500 presos en la que habitaban 3000. Una prisión donde los detenidos dormían a turnos de noche, de pie, por falta de espacio. Una prisión en la que las guardias eran los mismos prisioneros y en el interior da la cual la ONU acogía en sus tiendas a los enfermos de tuberculosis a los que Luisa se aproximaba sin temor, sin haber contraído nunca la enfermedad.
Hace poco más de un mes, la semana en la que todos recordábamos a las víctimas de los campos de concentración, la prisión de Goma ardía, y con ella algunas de las mujeres que, después de haber sido violentadas, no pudieron escapar.
Esta guerra llama a mi puerta todas las mañanas, a través del teléfono móvil con el que intercambio mensajes que no pueden hacer nada más que transmitir cercanía y oración. El mismo teléfono móvil que ha sido fabricado con el coltán del que el grupo armado ruandés M23 quiere apropiarse, gracias al financiamiento de algunos países europeos y norteamericanos. Porque el M23, que debería ser una simple milicia, es un ejército tan potente como el de las Naciones Unidas, mientras que el ejército congolés es prácticamente inexistente.
La guerra llama a mi puerta sí, y lo hace desde el objeto que sin quererlo me convierte, nos convierte, en cómplices de la misma. Es una culpa de la que difícilmente podemos escapar, inmersos en una especie de dictadura tecnológica silenciosa, ya que sin estos aparatos que nos hemos encontrado en cuestión de pocos años entre las manos, estamos condenados a la exclusión. No solo de modas, grupos, amigos, sino del propio trabajo…
La guerra llama a la puerta. Aparece en la pantalla de mi móvil en forma de mensaje. Esta vez es Moïse quien me escribe desde el Hospital Saint Vincent de Bukavu, donde dos años atrás me encontraba sonriendo y abrazando a un niño desconocido, o intentando aliviar el dolor a una mujer desconocida en la sala de parto. Me ha mandado unas fotografías. Verlas unos pocos segundos ha sido suficiente para hacerme perder la concentración durante todo el día. No soy capaz de describirlas. Cuerpos heridos por la calle, restos de sangre sobre la tierra, y otras cosas que no citaré, imágenes vivas del horror. El horror que no pertenece al pasado, sino al presente, que probablemente en un futuro recordaremos como hoy recordamos el horror del pasado, y que permanece escondido y silenciado como antaño lo fueron los campos de concentración.
¿Qué hacer frente a esta guerra que está llamando a nuestra puerta, aunque hagamos todo lo posible por mantenerla escondida? No sé lo que podemos hacer. Pero sé lo que no podemos hacer: no podemos callar. No podemos simularnos ciegos. Es preciso dar visibilidad a este mal en el que estamos todos inmersos. Quizá así algún día el mundo tenga la suerte de reconocer la maravillosa luz que habita en la mirada y la sonrisa de personas como Jeff, Frank, Moïse, Jules, Charmant, Patrik, las mujeres del SAD, Luisa, Antonina… Y los millares y millares de personas que siguen cultivando la belleza y el bien en medio de los horrores del mundo.

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