Debemos aprender a darnos a nosotros mismos como ofrenda. No se trata de transmitir informaciones, de comunicar lo que hemos leído en los libros, ni siquiera de describir un paisaje que nos ha conmovido. Se trata sencillamente (¡y qué difícil!) de ser nosotros mismos aquello mismo que decimos, lo que significa, en cierto sentido, convertirnos.
Si la palabra que pasa a través nuestro no es solamente una representación de algo que está en otra parte, entonces esta palabra es nuestra sustancia misma que se vierte al exterior, como una piel que se desprendiera lentamente, no sin dolor, haciendo posible que en el acto de pronunciar la palabra sea nuestra interioridad misma la que se manifieste en un gesto que no es sino de desnudez. Somos esa palabra que se expresa, pero al darla a su vez parece como si nos convirtiéramos en otra cosa, en aquello que vamos siendo sin lo que vamos dando y que en el fondo no es más que un testimonio de nuestro vacío interior. Vacío que, como tal, es movimiento y es luz y por eso es también un modo único de comunicación y el único realmente posible.
¿Qué queda finalmente si hacemos de toda nuestra vida ofrenda, si conseguimos que nuestras palabras, nuestros gestos, nuestros pensamientos no sean otra cosa sino mera donación de nosotros mismos? No queda nada sino el rastro luminoso que deja el caracol sobre la arena. Ni siquiera. Y en ese movimiento de desprendimiento constante que es así nuestro vivir, vamos dejando todo lo que vamos siendo y que, por fin, dejamos de ser.
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