lunes, 30 de noviembre de 2020

Cuento de Navidad

     Lo veía todas las mañanas, sentado sobre una manta, en una esquina de la calle, de camino al trabajo. Tenía los ojos de un verde claro, que parecía velado, como si una capa sutil de polvo se hubiera ido posando lentamente, con el paso del tiempo, sobre su superficie. Su barba grisácea presentaba tonalidades amarillas, y había crecido tanto que estaba llena de enredos. Tenía la cabeza cubierta con un gorro de lana que le llegaba casi hasta las cejas. 
       Cada vez que pasaba por delante me tendía la mano, pero yo siempre tenía prisa, y no tardaba en olvidarme de aquella mirada triste y profunda, aquellas manos callosas, aquel rostro surcado de las arrugas que la intemperie imprime en la piel de algunos desdichados. ¿Desdichados? Eso es lo que pensaba cada vez que pasaba por delante de él, sumergido en mi abrigo de plumas, mientras lo miraba desde arriba, con mi prisa, mis ocupaciones, mi vida. 
           Aquel viejo anónimo me daba pena; y yo creía que aquella pena que me encogía el corazón y el estómago llenándome el cuerpo y el alma de un sufrimiento pegajoso, era compasión. 
      Un día, regresando a casa del trabajo durante la pausa del mediodía, volví a cruzármelo y, por primera vez, nuestros ojos se encontraron realmente. Era un día de invierno soleado. De aquellos días inolvidables en que, después de lluvias y nieblas muy fuertes, amanece despejado y las ramas desnudas de los árboles se recortan con una elegancia y belleza inusuales sobre el azul transparente del cielo claro. 
      Aquel mediodía de principios de diciembre el mendigo estaba en la misma esquina de siempre. Pero esta vez estaba de pie y sonreía. Y la tristeza que normalmente me inundaba al ver sus ojos cansados y entelados por el desgaste del tiempo, era solamente un punto remoto en el interior de sus pupilas. Por lo demás, todo seguía exactamente igual: la manta marrón apoyada en la esquina de la calle, el recipiente de plástico donde había unas pocas monedas, la palma de una mano abierta para recoger otras, y aquel cartel desolador en el suelo, con los palos torcidos y lleno de faltas de ortografía: 


         SOI POVRE. NO TENGO KASA. AIUTAME PORFABOR.

 
           Yo no sé qué fue lo que hizo que aquella vez, por primera vez, decidiera detenerme un segundo a hablar con él. No sé si fue el sol del mediodía que resplandecía en el cielo e invitaba a permanecer en las calles normalmente heladas. O el hecho de que estuviera de pie y sonriera; o aquella mirada que no le había visto nunca antes, quizá porque nunca hasta entonces lo había mirado realmente. Pero el caso es que me detuve, y no fue para lanzarle unas pocas monedas, seguir mi camino y olvidarlo para siempre. No. Me detuve, le toqué ligeramente el codo del brazo que tendía la mano con la palma hacia arriba y le pregunté. 
          - ¿Cómo te llamas? 
        Él me miró algo extrañado y noté como su mano lentamente descendía y su brazo descansaba junto al cuerpo. No hizo nada más. Solamente aquel gesto y aquella respuesta rápida y precisa, en la que no se percibía ningún victimismo, ningún lamento. Sólo algo de la humana calidez que en raras ocasiones emerge cuando dos desconocidos intercambian palabras sin esperar nada a cambio. 
            - Soy Nicolás. ¿Y tú? 
            - Me llamo Pietro. 
     Intenté intercambiar algunas palabras con él, pero fue prácticamente imposible. El mendigo era extranjero y no hablaba mi idioma. Probablemente aquel “¿cómo te llamas?” inicial, fuera lo único que había aprendido. Pasaron unos minutos de comunicación fallida y finalmente nos despedimos, con la misma naturalidad con que aquella vez yo había decidido (si es que lo había decidido yo realmente) pararme un momento a saludarlo. 
       Pasó una semana y no volví a ver a Nicolás sentado en la esquina de la calle como otras veces. Desde el día de nuestro saludo llevaba conmigo una bolsa con algunas mantas, abrigos y algo de fruta y frutos secos para ofrecerle. Esperaba casi con emoción volver a verlo sentado sobre su manta marrón claro --o de pie, con su sonrisa, al inicio de la calle-- e imaginaba con qué alegría podría entregarle aquellos pocos dones que había preparado especialmente para él. Pero no volví a verlo. 
       Pasó otra semana, y otra, y lentamente las calles se cubrieron de hielo, y regresaron la niebla y las lluvias; y las montañas empezaron a cubrirse de nieve. 
         Pasaron tres semanas y la nieve de las montañas llegó hasta las ciudades y empezó a cubrir las calles con su manto blanco, y a amortiguar los ruidos con su suavidad mortecina y silenciosa. 
     Llegó el último domingo de adviento, y la nieve caía con fuerza, acompañada de un viento frío. Los copos golpeaban la cara de los viandantes, que luchaban en vano, sin que de nada sirvieran ni las bufandas y los gorros más gruesos, ni los abrigos más caros.

      Comíamos lentamente una sopa caliente con mi familia junto a la chimenea, cuando el pensamiento de Nicolás, al imaginarlo solo entre la nieve, se me hizo insoportable. Había intentado convencerme de que habría regresado a su país, donde quizá tuviera algún familiar, alguien que pudiera ayudarlo. Pero algo me decía que aquello era imposible. 

           Me levanté bruscamente de la mesa y me dirigí hacia la ventana. La nieve dibujaba rayas en diagonal sobre las calles, en las que solamente se veía el negro de las huellas de ruedas de coches y botas humanas hundidas en el blanco. Y entonces, a lo lejos, me pareció intuir el marrón claro de la manta de Nicolás, que sobresalía en la esquina de la calle, entre la nieve. 
              Me calcé rápidamente las botas, me coloqué la bufanda, el gorro, el abrigo, y sin dar ninguna explicación a mi mujer y a mis hijos, me lancé rápidamente a la calle temiéndome lo peor. Llegué hasta la esquina, y estiré con fuerza de la manta enterrada bajo la nieve. 
                Noté un peso. Un bulto. Una presencia. 
       Me preparé para confirmar mis temores más profundos, armándome de valor. De pronto di con una mano rígida y fría. Y finalmente con el rostro de Nicolás, que tenía todavía impresa aquella sonrisa y sus ojos verde claro muy abiertos, que también sonreían. Pero Nicolás ya no respiraba. Su corazón no latía. Y supe que la palma de su mano, que estaba cerrada, nunca más volvería a abrirse. 
            Fueron días muy tristes. Me torturaba pensar que habría podido evitarlo, si hubiera sido capaz de detenerme antes. Pero se acercaba la Navidad y no quería que mis hijos notasen mi tristeza. Hablaba de Nicolás solamente con mi mujer, que me acompañó con mucha dulzura durante aquellos días que recuerdo con especial intensidad, a pesar de que han pasado casi cuarenta años desde que ocurrió aquello. Me ayudó pensar en los regalos para nuestros hijos, que todavía eran pequeños y creían en la existencia del Papá Noel y de los Reyes Magos. 
      Hasta que llegó la nochebuena. Y las casas se llenaron de chimeneas encendidas, y abrazos, calor, platos humeantes, parientes, velas, luces que se encendían y se apagaban en los árboles de navidad. Y aquella noche yo pensaba en Nicolás, y en todos los Nicolás que seguramente descansaban en los dormitorios y los comedores públicos, amontonados unos junto a otros para protegerse de aquel frío criminal.

           En casa todos sonreían, porque aquella tenía que ser una noche especial, y era cierto que todos parecían más reconciliados, como si algo de aquella paz que se escondía entre los platos llenos de comida, las luces artificiales y los regalos, existiera realmente, y tendiera un hilo amoroso, imperceptible, entre las personas. 
       Llegó la medianoche, y los parientes se retiraron a descansar, y los niños reían en la oscuridad de sus habitaciones porque querían espiar la llegada de Papá Noel, y esperaban a que sus padres estuvieran dormidos, sin saber que eran los padres quienes los espiaban a ellos y esperaban a que se durmieran para disponer los regalos junto a la chimenea. 
      Llegó la mañana, y aquella Navidad trajo un sol resplandeciente, un cielo nítido, mientras las ramas desnudas de los árboles, frágiles y afiladas por las inclemencias del tiempo, se recortaban sobre aquel azul sin nubes. Los niños salieron de sus camas corriendo y gritando, con sus pijamas azules y las zapatillas a cuadros excesivamente grandes, y se reunieron alrededor del árbol, junto a la chimenea, mientras esperaban el despertar de los padres, sin sucumbir a la tentación de desenvolver los regalos. 


       Aquella mañana de navidad, Pietro y su mujer veían con alegría las expresiones de entusiasmo de sus hijos, olvidando el desengaño que tuvieron el día en que descubrieron que ni Papá Noel ni los Reyes Magos existen. 
        Pero al acabar de abrir los regalos y prepararse para ir a la comida en casa de los abuelos, Francesca se dio cuenta de que había un paquete en una esquina y le preguntó a Pietro si era un regalo de él para ella. 
      - Creía que era un regalo que me habías hecho tú—respondió Pietro—Y pensaba abrirlo esta noche con calma. 
        - No –le dijo Francesca—Yo no he sido. 
     Cuando aquella misma tarde, regresaron de la comida y todo permaneció finalmente en silencio, Pietro y Francesca abrieron el paquete que alguien había dejado en una esquina del salón y descubrieron maravillados que en su interior había solamente una manta de color marrón claro, que envolvía a su vez un poco de fruta y de frutos secos. Y entre la fruta y los frutos secos, un papel blanco y tres palabras escritas con letra temblorosa que simplemente decían: 

 GRASIAS POR SUNREIR

      Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. 

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