Marta se ha sumergido en el agua. Inicialmente iba a ser un baño
normal: introducirse poco a poco en la superficie líquida, empezar a dar unas
brazadas y, lentamente, iniciar una serie de movimientos de crol hasta realizar
unas cuantas piscinas. Una vez concluidos, salir del agua, secarse y
reemprender la misma operación al volver a sentir el calor.
Pero esta vez ha
sido distinto. En el momento en que se ha introducido en el agua Marta ha
tomado conciencia súbita de la maravilla que supone encontrarse en el interior
de este nuevo medio, ya conocido, pero que siempre puede sorprender. Se
escuchaba un rumor de cigarras. Poco a poco el cuerpo se habituaba al nuevo
medio, del que no siempre podemos admirarnos por culpa de la costumbre. En esta
ocasión Marta se ha olvidado de que está acostumbrada a bañarse y se ha dejado
sorprender por el hecho de poder arrojarse sobre su superficie y atravesarla. O
permanecer en suspensión con los brazos rodeando las rodillas mientras sentía
que algo, contrario a la fuerza de la gravedad, la impulsaba hacia arriba. Sin
darse cuenta ha perdido el control. De pronto volvía a ser como una niña que
entra, sale, se zambulle, toma aire, vuelve a sumergirse, da una voltereta y
sale de nuevo a la superficie mientras contempla desde el fondo los rayos de
sol. Marta ya no era la mujer de 35 años cansada de una vida estéril, sino
aquella niña que jugaba durante horas en el jardín, olvidada de todos y de sí
misma, escuchando el silencio que se comunica a través del murmullo del agua
desde el fondo, notando la liquidez transparente en la que una se siente parte
de un todo que la engloba y donde se despierta a su vez la capacidad de
englobar el todo. Le parecía increíble poder ponerse del revés, en vertical,
dejarse caer sin hacerse daño, nadar por debajo de la superficie realizando un
movimiento con los brazos semejante al que realizarían los pájaros al cortar el
aire con sus alas sobre el cielo.
Y, de pronto,
Marta se ha convertido en un embrión. Un embrión pequeñito en el vientre de su
madre. Quieta. Inmóvil. Atenta solamente al ritmo de una suave respiración.
Escuchando de lejos los sonidos remotos del exterior. Atenta. Expectante.
Protegida y tranquila. Allí, en posición fetal, suspendida entre la superficie
y el fondo, se sentía a punto de renacer de nuevo a la vida, parecía poder
comenzar desde el principio como si todavía no hubiera pasado el tiempo, como
si no existieran las heridas, como si no hubiera habido error. ¿Sería la muerte
algo parecido? Ojalá. Un estado de libertad y no violencia. De seguridad e
inseguridad al mismo tiempo, protegida por el agua que le da la vida y también
insegura en una superficie que no es la habitual, a pesar de ser el medio más
natural en nosotros. Ha recordado más tarde la anécdota que le explicó hace
poco un amigo: que un bebé cuando nace, si se lo lanza directamente a una
superficie líquida sabe nadar, mientras que si se dejan pasar unos segundos lo
olvida…
Marta ha perdido
bajo el agua la conciencia del tiempo y del espacio. Ha bailado. Ha corrido. Ha
nadado. Ha volado y ha cantado. Era otra, olvidada de todos y de sí misma, y
era a la vez más ella misma que nunca. Sin límite espacial. Como un astronauta
que acabase de colocar el pie sobre la luna y sintiese la ligereza de la falta
de gravedad. Era agradable sentir el tacto frío del agua sobre la piel, notar
la ausencia de límites entre ella y el espacio en el que estaba inmersa. Y
sobre todo: girar, girar y girar. Colocarse del derecho y del revés. Hacer una
vertical. Salir fuera, volver a girar. Nadar de todas las formas posibles. Ver
su propia sombra en el fondo de la piscina. Salir y escuchar el cantar de los
pájaros. Debajo, el silencio. Un silencio infinito, pero no estéril. Un
silencio que le hablaba como hablan las pausas de la música en un baile
contenido. Ha pensado en que le gustaría transformarse en águila, o en pez.
Abandonar la contingencia y seguir dejándose llevar por ese nuevo estado de
percepción.
Hasta que se ha cansando. Se ha dado cuenta de que todo aquello perseguía un estado de fusionalidad que era placentero pero que a su vez la alejaba de sí misma. Ha buceado una última piscina y ha salido del agua. Allí, bajo el calor tórrido del mediodía, ha sentido que su pie pisaba con más firmeza la tierra. Se sentía más ligera y más presente también. Como después de un sueño. De pronto era como si nada de todo aquello que ella había vivido de un modo tan extraordinario hubiera sucedido. Se ha secado. Se ha puesto los pantalones cortos y la camiseta. Ha recogido. Y poco a poco, en compañía de Gina que descansaba y leía, ha partido hacia un nuevo destino, renovada, pero como si nada de todo aquello hubiera sucedido.
Hasta que se ha cansando. Se ha dado cuenta de que todo aquello perseguía un estado de fusionalidad que era placentero pero que a su vez la alejaba de sí misma. Ha buceado una última piscina y ha salido del agua. Allí, bajo el calor tórrido del mediodía, ha sentido que su pie pisaba con más firmeza la tierra. Se sentía más ligera y más presente también. Como después de un sueño. De pronto era como si nada de todo aquello que ella había vivido de un modo tan extraordinario hubiera sucedido. Se ha secado. Se ha puesto los pantalones cortos y la camiseta. Ha recogido. Y poco a poco, en compañía de Gina que descansaba y leía, ha partido hacia un nuevo destino, renovada, pero como si nada de todo aquello hubiera sucedido.
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