El Teide es un volcán; corazón de una
isla situada en pleno Oceáno Atlántico, tierra de formas y recovecos
imposibles, fruto de la solidificación de la lava que en el momento repentino
de la erupción atraviesa todas las capas de la tierra y el agua del océano,
hasta emerger en el exterior como una enorme bola de fuego en dirección al
cielo, precipitándose de nuevo al mar que la irá enfriando de nuevo hasta
convertirla, con mano escultórica, en enormes pedazos multiformes que parecen
haber sido desgajados de la tierra. Sus erupciones, al herir y atravesar la
corteza terrestre cuyas raíces invisibles se encuentran sumergidas en las
profundidades del mar, convertirían el líquido ardiente al solidificarse, en
montañas que, reunidas en aquella zona del inmenso Océano, formaron las así
llamadas Islas Afortunadas. Canarias, según supe después, no sería sino el
nombre que se dio a estas islas-volcanes cuando dejaron de pertenecer al
Imperio romano. Más tarde, ya en la Edad Media , llegarían a su costa los normandos,
poco antes de su colonización por parte de los españoles, y llamarían guanches
a sus habitantes; palabra formada por “guan”, que en la lengua originaria de
canarias significa “hombre”, y “anache”, que quiere decir literalmente Isla que
Retumba. Los guanches habrían sido así literalmente para los normandos los
hombres de la isla que retumba.
Pero
lo verdaderamente impresionante de la isla de Tenerife era el hecho de que se
podían ver, al desplazarse por su superficie, los distintos estratos temporales
que la habían ido conformando, de erupción en erupción. Así, al llegar a una
parte considerablemente elevada del Teide, sorprendía encontrarse con unas enormes
piedras de color negro con forma de huevo que habían permanecido en la ladera,
de una fina arena blanca, cuyo color revelaba una tierra-lava muy anterior a la
de la enorme lengua negra que se extendía, magnífica y fabulosa a un tiempo,
sobre su parte más elevada, como una suerte de monstruo que hubiera caído
rendido, tras una interminable batalla, sobre su superficie. Más tarde supe que
aquellos inmensos pedazos de roca negra eran producto de la lava que se había
dispersado durante la última erupción, y habían quedado alejados y desgajados
de su origen. Su forma ahuevada no parecía tener explicación, pero fácilmente
podría haberse creído que se trataba de los fósiles de huevos de algún animal
gigantesco, tal vez alado, y ya desde tiempos remotos en extinción. Sorprendía
ver esos pedazos inmensos de piedra negra ahuevada sobre la arena blanca de la
ladera, a lado y lado del camino, entre las piedras de lava rojiza y
amarillenta entre las que se veía crecer, de vez en cuando, algún arbusto. Más
tarde supe también que solían crecer por esa zona las llamadas flores de
violeta, unas hermosas flores muy pequeñas, de ese mismo color, cuya fragilidad
hacía que pareciera prácticamente imposible su existencia en aquel lugar. Pero
allí, en medio de la aridez de lava negra, crecían sobreviviendo también ellas
al paso del tiempo.
Había
recorrido ya un largo trayecto hasta alcanzar la zona en la que se extendían
los múltiples huevos negros. Poco después, si se seguía avanzando por el mismo
camino, se llegaba a una enorme pendiente pedregosa que según supe más tarde
conducía a un refugio, y a la que regresaría después. Ese era el camino que
debía tomarse si se quería llegar arriba del todo, pero consciente de la hora
tardía y de que el último bus que habría de devolverme a la Orotava no tardaría
en salir, tomé un pequeño desvío en vez de aventurarme a escalar por la
pendiente pedregosa que configuraba el último tramo hasta la cima. A su lado
había también un caminito perfectamente delimitado por piedras, muy estrecho, al
final del cual se llegaba al culmen de ese tramo del Teide, al que llamaban la
Montaña Blanca. El caminito conducía a una suerte de colina ondulada y, justo
allí en aquel punto, parecía dividirse en dos direcciones opuestas, formando
una suerte de Y que según descubrí al decidirme por uno de los dos tras un
largo titubeo (¡como si mi destino estuviera en juego!) era en realidad el
inicio de un círculo que envolvía el montículo juntándose los dos caminos que
aparentemente formaban una disyuntiva, al otro lado. Y desde allí podían
otearse las montañas multicolores del Teide y del Valle de la Orotava , que se extendían
hacia un horizonte sin fin.
Pues
aquel horizonte no tenía fin. Si algo queda grabado para siempre en la memoria
del viajero que pisa las arenas del Teide es la sensación de estar abocado a un
paisaje infinito, de encontrarse en la cúspide de una duna desértica en medio
de más y más dunas que se extienden hasta más allá de lo que alcanza la vista y
se difuminan entre las nubes detrás de las cuales se deja entrever,
tímidamente, alguna estrella. Allí, al borde de la inmensa duna de piedra, bajo
un cielo descolorido y claro, se tiene la sensación de haber llegado al límite
ilimitado de la tierra donde la fuerza de gravedad empieza a no tener ya
prácticamente ninguna influencia y el cuerpo se sorprende extrañamente poco
capacitado para retenernos. Allí, entre las piedras negruzcas que arden todavía
a pesar del tiempo transcurrido, se siente la infinitud del cielo abierto y la
liviandad de las lavas-nubes con aires extraterrestres que nos recuerdan la
pequeñez de nuestro amable planeta y la escasa evolución de la especie... Y así
permanecí largo rato frente a la nueva extensión de tierra y montaña, hasta el
momento del descenso.
Extraído de De la Selva Negra a la Montaña Blanca, de una servidora (Barcelona, 2008)
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