Y soñé. Soñé durante
cien milenios que la superficie de los campos de trigo se extendía sin miedo, y
que el color eléctrico del cielo acariciaba con tacto adormecido el interior
oculto de tus raíces. He soñado con nubes de color rosado que se espesan al
dejar paso al silencio, mientras rayos poderosos de águilas atraviesan como
espadas su centro.
Podría no detenerme nunca más y narrar las imágenes
dolorosas del cerco. Esperar junto al ritmo incesante de tus dedos a colmar un
tiempo muerto. Podría seguir hasta el abismo en el que se deshacen tus oídos y
en el que las manos de un sabio inmortal te recogen para que no alcances nunca
el suelo. Seguiría así por las curvas de la montaña hasta lo más profundo de
una gruta, donde un agua fría y transparente regaría tus labios con dulzura. Y
así, poco a poco, habitaría invisibles rincones de la tierra, donde lo más
profundo abraza con paciencia el firmamento. Y seguiría, sí, sin miedo y sin
consuelo, hasta el día en que desnudada por fin de los obstáculos, podría simplemente
emprender un vuelo sinuoso y otear desde la altura la cumbre de las montañas y
el correr veloz de las aguas por las fisuras de la tierra hasta desembocar en el
mar. Y arrojarme con violencia en un golpe seco y partir en dos mitades la
superficie del agua que con avidez de ángel de plata devoraría como si de un
manjar se tratara. Y, así, engullido por la densidad azulada, mi
cuerpo podría emerger de nuevo hacia la altura y precipitarse desde allí hacia
un fondo cada vez más ciego.
- Y todo eso, ¿para qué?
Porque en el corazón del silencio habita un viento
huracanado que agita y que sacude, que abraza en un amor estremecido para
convertirte en un poco más de lo que has sido. Y ese poco más no es sino una
parte de la brisa poderosa que con su movimiento apenas perceptible produce el
temblor en la base de las montañas y alimenta de savia a los árboles que siguen
empeñados en hendir en lo más profundo sus raíces.
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