viernes, 15 de mayo de 2020

Ezio Bosso: un faro en la noche del tiempo

  
       Cuando uno ve y escucha a Ezio Bosso, lo primero que debería hacer es guardar silencio. Pero del silencio que su música y, sobre todo, su modo de tocar, despiertan en nosotros, nace la necesidad de dar testimonio. 
         He visto tocar  a Ezio Bosso en vivo por primera vez en mi vida. El lugar era inmejorable: el pequeño teatro social de Gualtieri, donde Bosso además del concierto de anoche, ha abierto su espacio a quien quisiera venir a escuchar su grabación. Las paredes de piedra, el suelo de madera y la antigüedad del lugar lo hacían especialmente acogedor. Ha pasado un rato hasta que se le ha podido ver aparecer por detrás del escenario y sentarse con elegancia frente al magnífico Steinway & Sons de cola, que esperaba majestuoso a que alguien viniera a tocarlo.
         Sería mejor guardar silencio. Pero siento la necesidad de transmitir la emoción que me ha suscitado verlo dirigirse al público y empezar a tocar.  No es solamente su música la que nos alcanza de un modo tan directo sino su particular modo de interpretarla. Hay en él una tensión casi imposible entre la máxima delicadeza y la máxima intensidad. Todo en él es experiencia en el momento en que sus dedos empiezan a acariciar las teclas del piano. Hay algo sobrio, casi filosófico en su actitud. La actitud corporal habla antes que los sonidos del piano. El modo de sentarse, la rectitud de una postura sin rigidez, y, sobre todo, los movimientos de las manos que nos permiten imaginarlo danzando en el escenario. Ezio Bosso al piano podría ser también un bailarín, y el piano podría estar tranquilamente deslizándose por el escenario.
    Todo en su música es movimiento, todo en ella es dinámico. Su música avanza, atraviesa los paisajes invisibles del alma, camina. No importa en él la repetición, al contrario: la repetición es novedad constante porque cada nota que suena podría ser la primera. Cada sonido es en sí mismo un comienzo, testimonio de una verticalidad que contrasta con el deslizarse horizontal de los dedos sobre las teclas del piano. 
     Lo que cuenta en su música, además de la precisión de cada nota propia de un virtuoso, es la intención con que la mano se alza y vuelve a posarse sobre la superficie blanca y negra, la fuerza que empuja desde arriba, a veces en forma de potencia, a veces en forma de contención, pero siempre como respuesta a un movimiento que se inicia desde lo alto. Y esa altura es la que vemos en su mirada o en la expresión de su rostro en el momento de dirigirse al público que lo contempla extasiado, partícipe de ese ser extático que súbito se apodera de él cuando está en el escenario. 
     Vemos la luz en su mirada y en su sonrisa; mirada y sonrisa que nos comunican una inmensa distancia, una gran altura, pero que son asimismo expresión suave y cercana, testimonio de su profunda humanidad. Y es precisamente en esa humanidad donde se encuentra su mayor grandeza, a pesar de lo que incuestionablemente tiene de extraordinario, divino, que precisamente al no ser divo, se vuelve infinitamente más real. Viendo a Ezio Bosso tocar el piano, vemos también en él al director de orquesta que aquí además de dirigir y componer, palpa y toca un instrumento, haciéndose así todavía más próximo.
         Su música nos abre a paisajes infinitos, donde hay espacio para nuestra subjetividad. Somos libres de participar de un proceso que está vivo, que tiene en su modo de ser algo abierto e inacabado, en la medida en que se da un espacio a la creatividad del espectador, como es propio de todo cuanto procede de un acto libre. 
     Y es que la música de Bosso es consecuencia de un acto de libertad, fruto de años de disciplina, sí, pero fruto, sobre todo, de su genio. Genio que no reside ni en la grandilocuencia ni en el virtuosismo, sino en la generosidad infinita que caracteriza todo acto de amor puro. En su humildad.
     Libertad, amor, luz. Todo esto nos transmiten los gestos, las miradas, las palabras y la actitud de alguien que antes que músico es persona y que desde allí nos habla de todo cuanto caracteriza y supera al individuo, con sus fragilidades y fortalezas, con su silencio y su locuacidad, con el equilibrio casi imposible de quien camina sobre una cuerda floja, suspendida sobre un espacio inmenso, y sin ninguna red. Es así un salto al vacío, un propulsarse más allá de sí mismo para alcanzar al otro, y desde esa alteridad darse a sí mismo hasta el límite de las propias fuerzas para alcanzar a ese otro que somos nosotros, en este caso su público, permitiéndonos el contacto con nuestra dimensión más universal.    

Noviembre 2016

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