Es poco, muy poco, apenas nada, lo que sabemos acerca del
decurso del tiempo y de nuestro paso por esta vida. Nacemos, crecemos, algunos
nos reproducimos, y nos morimos. La mayoría, acabamos ejerciendo una profesión,
con un horario más o menos estable que nos proporciona una mayor o menor
satisfacción, formando una familia, y más o menos asentados en una rutina que
nos otorga un mínimo de orden y seguridad. Rutina sin la cual gozaríamos de tal
libertad que viviríamos sumidos en el caos y nuestra existencia se tornaría
probablemente tan angustiosa que difícilmente podríamos soportarlo. Vivimos
sometidos a reglas y normas y gracias a esos límites, sobrevivimos ¿Pero quién
hace la historia sino cada uno de nosotros en función del modo en que nos
relacionamos con esas reglas y normas necesarias que nosotros mismos hemos
creado? Y necesarias, lo son. Transgredirlas, si no se las tiene en cuenta y se
las trata con sumo respeto, no es más que un movimiento estéril que no hace
sino conducir a la dispersión. Pero esas reglas y normas son también la
demarcación de un límite, de unos muros, por decirlo así, susceptibles de ser
empujados con esfuerzo haciendo así posible que se amplíe nuestro horizonte de
visión y que el modo de funcionar de nuestras sociedades cambie. Y es allí
donde el artista, el auténtico artista, se sitúa y allí, justamente, donde se
“hace” la historia.
Situarse en esos límites, es un riesgo del que no siempre se sale ileso y que exige
sacrificio, rigor, concentración y disciplina, puesto que basta salirse un poco
de la línea para emborronar el cuadro. Situarse en ese límite es como recortar
los contornos de una silueta con unas
tijeras y vaciar así a la invisible escultura de todos los añadidos que nos
impiden verla, llámesele alma, espíritu, forma, imagen (bild), o lo que
sea. Hacer “arte” por decirlo así, no es entonces más que mostrar algo que en
realidad ya existe, pero que está lleno de añadidos que nos impiden ver sus
contornos. Por lo tanto crear, en cierto sentido, es también “delimitar” y
precisamente por ello solamente puede ser “creador” quien ha tenido el valor, o
la simple necesidad imperiosa a la que se ha visto arrojado por la vida, de
situarse más allá o más acá de dichos límites; lo que le proporciona una
perspectiva externa, distanciada, que a su vez hace posible la visión de
conjunto que lo “autoriza” a ese trabajo costoso de demarcación, delimitación
de los contornos de lo que ve de un modo, hay que decirlo, intuitivo. Por eso, tan importante es la ruptura y
salida de los límites, como el retorno a ellos. La salida de los límites que
supone una vuelta al caos primigenio donde el artista palpa el material
necesario para su creación, y la
construcción mediante un trabajo diario, casi de forjador, de un centro que
ayuda a ordenar y a concretar el caos. Y esa es seguramente la parte más
meritoria y la más difícil puesto que no encontramos en ella ni el gozo que
supone el hallazgo inesperado de la mina de oro, ni nos asegura tampoco que ese
oro que creemos haber encontrado sea en verdad puro y tenga algún valor: ello a
pesar de las horas y horas en las que uno se pelea con los muros de la mina
bajo un sol de justicia.
Por eso un artista en nuestras sociedades es tan preciado,
se le reconozca o no: es quien asume el riesgo de la pérdida, quien lleva
consigo el dolor de un cuerpo arrojado cientos de veces contra un muro y la
hiriente clarividencia que, mal canalizada, corre el peligro de arrastrarnos a
la locura. Sobrevivir a todos esos peligros, salir ileso y con algo que ofrecer
en las manos es, queridos amigos, casi un milagro.
Maria Cucurella Miquel, 1 de enero del 2011
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