Hay otra manera de mantener la historia viva: la
música. Tenemos la suerte de contar en nuestro país con la presencia del gran
compositor, músico, musicólogo, director e intérprete Jordi Savall, que ha consagrado
casi toda su vida junto a Montserrat Figueras (fallecida de un cáncer
hacer pocos años) a interpretar músicas, algunas desconocidas, otras no
tanto, de la Edad Media, del Barroco, del Renacimiento…
Sentado
frente al altar de la Iclesi de Santa Maria de Cadaqués, sin más acompañamiento
que el de una tenue iluminación sobre su viola de Gamba, Jordi Savall se
permite excepcionalmente hoy improvisar. Después de cada una de las piezas, que
toca como si arrancase de un corte seco y enérgico las notas de las cuerdas del
instrumento, pero limitándose a acariciarlas suavemente, Savall nos explica qué
ha hecho. Nos habla de la pieza que ha tocado, de la afinación necesaria para
cada una de ellas, del hecho de que se dispone a realizar una improvisación.
En el
momento en que empieza (he conseguido entrar en el concierto de puro milagro)
siento enseguida su poderoso magnetismo y noto cómo sin quererlo soy conducida a un estado de concentración
tal que me olvido de mí misma y de las personas que hay entorno. A veces una
música, como un poema, un texto, un paisaje, una palabra dicha en el momento
justo, nos remiten repentinamente a nuestra esencia. De pronto nos damos cuenta
de que estábamos como olvidados de lo que realmente somos, y recordamos, con
una familiaridad sorprendente, aquello que nunca hemos dejado de ser.
Es lo mismo que se experimenta cuando uno se encuentra con un viejo amigo. Algo
en nuestro interior se ablanda, al tiempo que nos estiramos, como si nos
levantásemos de pronto de un extraño letargo.
Escuchamos el sonido del arco sobre las cuerdas y sentimos la madera del instrumento
que crepita, que se abre como un árbol y nos acoge dentro de sí a través de sus
anillos que por fin nos conducen hasta el interior de la tierra desde la que
volvemos a emerger con renovadas fuerzas y una conciencia más lúcida. A partir
de aquel momento sabemos que no podemos sustraernos al hecho de que nos hemos
hecho partícipes de lo que sucede aquí. Que no somos músicos, pero que en la
recepción de esta música que repentinamente se ha abierto a nosotros, nos hemos
transformado a su vez en instrumento que sigue ya unas órdenes precisas, que nos hacen más libres. Y de nuestro propio cuerpo emergen notas y melodías,
nuestro cuerpo que ha abandonado ya su lugar erguido junto a una columna y se
desplaza de un lugar a otro del tiempo y del espacio, en una suerte de danza. ¿Se habrá dado cuenta el compositor de nuestra participación
silenciosa?
De la columna vamos hasta las escaleras donde hay una mesa con CD’s y algún libro, donde leemos Pro Pacem. Allí están todos ellos: Antoni Tàpies, Raimon Panikkar, Fatema Mernissi, Edgar Morin, el propio Savall… Personas ejemplares que por su ejemplaridad, a pesar de hallarnos a millones de años luz de ellas, hacen que sintamos su familiaridad. Personas, humanas y defectuosas como todos, pero universales. Y esa universalidad nos alcanza en un nivel profundo, parece atravesar nuestro ser como un relámpago eléctrico. Somos la cuerda de un arco que ha sido tensado y que se dispone en breve a disparar la flecha que habrá de dar en el centro de una diana invisible. Pero ese centro es inalcanzable y la flecha permanece siempre en suspensión sobre la cuerda tensa. Siguen los movimientos. Los comentarios de Savall entre una pieza y otra parecen indicarnos que nada es arbitrario, y que nuestro movimiento es consecuencia directa de los del arco de la viola de gamba sobre las cuerdas. Pero no oponemos resistencia aun y a pesar de sabernos dirigidos. Hay una firmeza y sequedad en el modo en que las notas suenan. Y esa misma sequedad nos lleva al piso superior de la iglesia, nos mueve a descender de nuevo, a tomar el libro en el que reconocemos muchas lenguas además de las románicas, hebreo, árabe…
De la columna vamos hasta las escaleras donde hay una mesa con CD’s y algún libro, donde leemos Pro Pacem. Allí están todos ellos: Antoni Tàpies, Raimon Panikkar, Fatema Mernissi, Edgar Morin, el propio Savall… Personas ejemplares que por su ejemplaridad, a pesar de hallarnos a millones de años luz de ellas, hacen que sintamos su familiaridad. Personas, humanas y defectuosas como todos, pero universales. Y esa universalidad nos alcanza en un nivel profundo, parece atravesar nuestro ser como un relámpago eléctrico. Somos la cuerda de un arco que ha sido tensado y que se dispone en breve a disparar la flecha que habrá de dar en el centro de una diana invisible. Pero ese centro es inalcanzable y la flecha permanece siempre en suspensión sobre la cuerda tensa. Siguen los movimientos. Los comentarios de Savall entre una pieza y otra parecen indicarnos que nada es arbitrario, y que nuestro movimiento es consecuencia directa de los del arco de la viola de gamba sobre las cuerdas. Pero no oponemos resistencia aun y a pesar de sabernos dirigidos. Hay una firmeza y sequedad en el modo en que las notas suenan. Y esa misma sequedad nos lleva al piso superior de la iglesia, nos mueve a descender de nuevo, a tomar el libro en el que reconocemos muchas lenguas además de las románicas, hebreo, árabe…
Y por fin, ya al final, Savall decide en el segundo bis volver a realizar un pizzicato que nos recuerda con indudable
claridad el momento en que hemos abandonado la columna sobre la que en un principio
nos hemos apoyado y a la que regresamos cerrando así el círculo en señal de
respeto a la armonía. Círculo que habremos de volver a abrir.
La música de Savall es como un canal nuevo que se
aparece para dar respuesta a muchos de nuestros enigmas. A través de la música,
que es casi una liturgia pero de una complejidad mayor, es posible rescatar de
una manera quizá todavía más viva y profunda el mensaje imperecedero de los místicos,
que atraviesa los siglos y escoge a algunos servidores humildes y dispuestos, para sobrevivir, al tiempo que nos da la vida. Perceval, al final, se encuentra
con Savall. Y entre uno y otro, sin que lo sepamos, toda la tradición
trovadoresca.