Mi alma no es pura.
Mi alma es árida y amarga
llena de rincones y de desvíos
de escollos y de curvas.
En las montañas escarpadas
se pierde en la senda difícil
aquella tortuosa y empinada
donde habitan serpientes y reptiles.
Por eso mi alma llora.
Llora porque parece destinada
a errar, a equivocarse
a caminar y a tropezar siempre
en la dureza de las piedras blancas
entre las puntas afiladas de las rocas.
No es un alma redonda
sino puntiaguda.
Es un alma que sangra.
Que a veces, pocas veces,
percibe la fluidez del camino.
Pero que casi siempre,
lucha y se hace sangre entre espinas
se lamenta por su exilio de sí,
por no estar nunca en casa.
A veces mi alma seca
llega sin querer a una fuente
que muy pronto abandona
y su caminar es recuerdo, anhelo
o simplemente nostalgia.
Pero la sed no se apaga.
Así es mi alma:
pobre y cansada,
llena de ausencias
que no hablan.
Y cuando al fin la presencia la alcanza
y se siente de pronto en el corazón de la vida
su alegría es tan grande
que carece de fuerzas para soportarla
y huye, de nuevo,
a los márgenes del camino.
No sé decir si permanecerá
algún día
en la fluidez,
la frescura
y el gozo.
Pero, mientras tanto,
llora al volver a ver
sangre en los dedos.
Y a veces,
muy pocas veces,
calla y mira.
Un profundo agradecimiento a todas las personas que, de un modo u otro, me cruzo en el camino: aquellas con quienes solamente intercambio algunas palabras, y aquellas cuyos pasos resuenan, día a día, junto a los míos.
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