sábado, 2 de abril de 2016

Luces


    Hay luces que deslumbran, que despiertan en nosotros una gran agitación; luces que nos llevan a querer poseer de inmediato aquello que las suscita. Son luces semejantes a las del reflejo deslumbrante del sol sobre la superficie del agua, superficie cuyo resplandor alcanza nuestra retina pero que no es ni tan sólo metáfora de nuestra alma porque procede de un reflejo exterior. Hay luces como las del reflejo que produce el calor en la carretera, que nos parece agua, pero son simples espejismos. Hay muchos tipos de luz.
      Pero hay una luz, la más clara y diáfana, que emerge desde nuestro interior más profundo y que, desde allí, a su vez, nos alumbra. Es una luz transparente que nos ayuda a comprender el sentido de nuestra vida, que nada tiene que ver con la idea de piezas que encajan, sino con la posibilidad de dar, de darse y de acoger. Un sentido que es concepción intelectual pero no intelectualización de la vida. Un sentido semejante al de la herida de la que emana sangre y agua, agua que es luz que nutre, nos nutre: somos nutridos por esa misma luz que nace de nuestro interior profundo. Y es una luz que pacifica y serena, sin adormecer, que calma y despierta no tanto los sentidos como el sentido interior. Reconocemos en esa luz la mirada del niño que despierta a la claridad del día, sin pasado ni heridas previas, limpio de todo antes o después, recién nacido y naciendo, constante, a la vida.  

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