lunes, 1 de febrero de 2016

Sacralización del mundo y profanación del templo. Reflexión-intuición entorno al "icono" después de Eliade

          Queremos llegar a formular bien una pregunta: la pregunta sobre qué es un icono y, sobre todo, la pregunta sobre qué le ocurre al icono en un mundo donde, sobre todo después de pensadores como Eliade, las nociones de “sagrado” y “profano” piden ser redefinidas.
         Lo que elaboro en estas líneas, es un pensamiento totalmente embrionario, que apunta a una transformación del icono en nuestros días. Me parece intuir que si hay algo que caracteriza al icono es precisamente su carácter distintivo. Un icono, es decir, una imagen sagrada, lo es porque hay algo que la distingue radicalmente de la realidad profana en el interior de la cual nace, otorgándole a ésta un carácter radicalmente distinto (cfr. Eliade, Lo sagrado y lo profano,  y Tratado de las religiones).
         El pensamiento que quiero elaborar aquí nace de una imagen inicial, de una pregunta: ¿qué ocurre si leemos toda la realidad en clave sagrada, es decir, si reconocemos la presencia de lo invisible en todo el ámbito de lo visible sin distinción? Sería como si todo el mundo fenoménico fuese un icono, es decir, una manifestación de lo invisible a través de algo visible. Pero una mirada así sobre la realidad, anularía precisamente aquello que es más característico de lo que llamamos sagrado, cuya carácter distintivo es fundamental. Quizá nos hallaríamos en el origen de una mirada creativa, es decir, precisamente aquella que contiene en sí misma, en potencia, la capacidad de reconocer la presencia de lo sagrado en el mundo, si aprende a distinguir. Sería el comienzo, muy embrionario, de una mirada espiritual sobre la realidad. Pero la indistinción es una de las principales características de la infancia, y la toma de conciencia de la misma, un principio de discernimiento que posibilitaría iniciar un camino hacia una unidad nueva, que para ser restituida requiere de un largo proceso de distinción.
         Hemos esbozado de manera muy precipitada e imprecisa justamente aquello en lo que consiste la creación de un icono (que puede ser una imagen pictórica, pero también un poema, una composición musical o un texto: una mirada que reconoce la presencia de lo invisible en aquello que se ve); una toma de conciencia de dicha mirada que aprende a seleccionar (que no significa separar) aquello que le parece tener valor, sustancia, realidad, más allá de la mera apariencia; y la composición de una unidad nueva fruto de un proceso de discernimiento y “purificación”, es decir, eliminando todo aquello que no permite que “lo invisible” se manifieste con nitidez y transparencia. Y eso seguramente sería lo que llamamos “icono.”
         Es un proceso similar al que, en palabras de Panikkar, supondría la conquista de una Nueva Inocencia. Ahora bien, parece que la creación de un icono consiste en “limpiar”, y eliminar todos los aspectos superfluos de la realidad, para hacer visible una imagen no perceptible con los sentidos exteriores. Para ello existe una tradición simbólica de la que no se puede prescindir, puesto que la imagen de la que hablamos no es temporal, a pesar de que se acuña y forja con el transcurso del tiempo.  El tiempo es la condición de posibilidad para la elaboración y el trabajo de esa “imagen” que se sustrae a él, pero que necesita del tiempo y de la historia para crearse. La historia, lo perdurable de la historia, es cuerpo de luz del gran icono que conjuntamente creamos desde nuestra humanidad. Así, un icono es algo que hace referencia a una imagen concreta, limitada, física, como puede ser la imagen de un Pantocrátor en el interior de una iglesia. Pero el Icono, no finito, que la experiencia humana en el tiempo aprende a reconocer como lo único Real, ni se limita a una imagen concreta, ni es tampoco la suma de todos los iconos que se han realizado a lo largo de la historia. Hay en él algo dinámico y continuo, pero hay en él algo que permanece más allá de esta dinámica y continuidad, que es ajeno al movimiento porque no pertenece al espacio y ajeno a cualquier idea de continuidad o discontinuidad porque no pertenece ya al tiempo, a pesar de haber necesitado tanto del tiempo como del espacio para ser.

         Un icono nace en el tiempo y el espacio, los transforma y es transformado por ellos, antes de regresar a su lugar de origen, que nunca es un retorno, puesto que la existencia espacio temporal, al ser atravesada, comporta un nuevo nacimiento.

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