miércoles, 11 de diciembre de 2013

Nueva Vida


 
Serena estaba sentada al borde del mar. Era una tarde de diciembre. En el muelle, un grupo de jóvenes investigadores miraban a través del telescopio la puesta de sol. Habían pasado más de quince días desde que Serena llegara, por vez primera, al pueblo. El reloj de la iglesia marcaba el paso de las horas. A Serena le parecía estar sumergida en otro tiempo. Acostumbrada como estaba al murmullo incesante de la ciudad, aquel suave balanceo de las olas y el sonido de las campanas, le recordaban un tiempo remoto, olvidado ya. Todavía no sabía muy bien cuáles iban a ser los siguientes pasos a seguir.  Había venido a aquel pueblo sin un propósito determinado. Sabía que tenía que abandonar la ciudad, comenzar de nuevo. Ese era el motivo de estar allí. Pero ahora, sentada ante un sol que se disponía a desaparecer por detrás del horizonte, se sentía como frente a una inmensa noche sin estrellas. Nada quedaba detrás. Nada delante. Solamente la inmensidad del océano y una luz que se hacía cada vez más tenue y daba paso al silencio. Se levantó cuando apenas si se dibujaba una fina línea anaranjada en el horizonte y el cielo se había teñido de un azul eléctrico intenso. Contrariamente a lo que pensaba, se intuía alguna estrella, que asomaba con timidez iluminando ligeramente el cielo. Una luna finísima, casi invisible, la observaba.
Comenzó a caminar sobre la arena con paso tambaleante. Miraba sus pies avanzar, dejar una huella que inmediatamente sería absorbida por el agua. Imaginaba la ola devorando su débil huella a cada paso que daba. Y la arena, pensó, es tan ligera que en cualquier momento el viento sería capaz de llevársela. ¿Qué quedaría entonces? Quedarían solamente, tal vez, los nombres inscritos con un punzón sobre la piedra que algún día la arena ocultara. Imaginó que debajo de los diminutos granos, uno acabaría por topar con la superficie dura de la roca; y que sobre ella, estarían gravados los nombres de todos cuantos en algún momento hubieran pasado por allí. Sin embargo, era inevitable estremecerse ante el sonido de la ola que engullía con voracidad las huellas que desparecían a su paso.
Era casi medianoche cuando llegó a casa. Quedaban todavía algunos troncos de leña en la buhardilla, y unas brasas semi-encendidas en la chimenea. No sería difícil volver a encender el fuego.
Habían transcurrido apenas quince días desde que llegara al pueblo y cada vez le parecía más difícil encontrarle un sentido a su decisión. Solamente la claridad de un pensamiento en un instante la habían llevado a abandonar comodidades y trabajo, para aterrizar en aquel lugar recóndito en el que parecía prácticamente imposible abrirse paso. Tenía lo justo para sobrevivir. Había traído consigo el ordenador, papel, lápices, pinceles y pluma para escribir. Disponía de tiempo. Nada más. Y en aquellos quince días se había limitado a vagabundear por las calles del pueblo con la única esperanza de que en algún momento, de un modo inesperado, alguien la liberase de su responsabilidad de decidir.
Era terrible sentirse dueña de sus actos, con el deber de gobernar su tiempo. Le resultaba insoportable tener las horas del día por delante, tanto que no había sido capaz aún de realizar un solo trazo. ¡Zas! Conseguir en un segundo romper la monotonía. Pero no había ni reglas ni instrucciones para llevarlo a cabo. Y sentía que le faltaba el coraje para manchar con la tinta el papel blanco sin alguna idea previa que le indicase qué es lo que debía decir. El problema es que carecía por completo de ideas y eso la obligaba a precipitarse al océano de sus incertidumbres. ¿Dónde estaba el director de su empresa? ¿El jefe de su despacho? ¿Su tutor de tesis? ¿El novio que decidía adónde ir? ¿Su padrastro? Esperaba la voz masculina capaz de autorizarla, de aprobar lo correcto de su decisión. Esperaba el juicio benigno de quien sabía que las cosas se hacen así. Se sentía abandonada, inútil, inservible. Hiciera lo que hiciera, sin aquella aprobación externa, estaba acabada, condenada al fracaso, no podía sino estar cometiendo un error.
Naturalmente ella no era en modo alguno consciente de los pensamientos que con tanta nitidez se verían plasmados. Era solamente incapaz de llevar a término nada que no hubiera sido dictado con anterioridad. Cuando de lo que se trataba realmente era que el proceso mismo de la escritura fuera dictado al convertirse en acto. 
Cuando, en raras ocasiones, en un momento de silencio, algo le silababa una canción suave al oído, se veía entonces capaz de trazar algunas líneas lo más breves posible para ocultarlas inmediatamente en algún cajón al que nadie podía acceder. E, inmediatamente, las olvidaba. Y cuanto más lejos de sí estuviera aquello que pedía ser plasmado, tanto mejor. De ahí las grandes aspiraciones a realizar tesis doctorales, cuando ni siquiera era capaz de recordar el nombre de su vecina de enfrente, que la saludaba cada mañana con una amplia sonrisa, de saber que el vecino del ático trabajaba como vigilante de una discoteca, o que el del segundo presenció los últimos vestigios de un atentado en Tel Aviv.
Ahora solamente estaban ella y el papel blanco. No sabía si era mejor escribir o hacer un dibujo. Pasó un día entero disimulando que tenía que vigilar el fuego, realizar alguna compra o alguna tarea doméstica, mientras los pinceles, lápices y papeles esperaban distribuidos en desorden en la mesa del comedor sobre la que, a primera hora de la mañana, se arrojaba ocasionalmente, abrazándola, un rayo de sol.
Su cabeza permanecía tan vacía como el primer día. Ninguna idea previa podía indicarle el camino a seguir. No le quedaba más remedio que dar marcha atrás, regresar a su oficina, a las órdenes de su jefe, a las indicaciones aparentemente adecuadas de su pareja, a los alaridos de su padrastro, las instrucciones y demarcaciones de sus directores de tesis, los consejos de sus profesores o sus hermanos, que la liberasen de la libertad de decidir. O eso, o lanzarse de nuevo al vacío del océano que de pronto imaginó frente a sí.
Contempló el papel blanco y de pronto le pareció reconocer en él una leve ondulación y en medio de la ondulación la sombra de una huella que era inmediatamente engullida por el blanco. Se imaginó a sí misma algunos días atrás, en la orilla, sentada sobre la arena frente a la puesta de sol. Un grupo de investigadores jóvenes escrutaban a través del telescopio las primeras estrellas. Aquella iba a ser una noche espléndida. Había luna llena y el agua del mar parecía un estanque en una noche de calma. A través del telescopio los jóvenes científicos daban nombre a las constelaciones que se extendían ante ellos. La noche era extremadamente calurosa, sin viento. Parecía verano. Las calles estaban vacías y reinaba un silencio de desierto. Sin pensarlo dos veces Serena depositó el vestido rojo sobre la arena blanca bajo la luz de la luna, y se entregó en una brazada a las cálidas aguas que enseguida la acogieron y entre las que despareció.
 Cuando a la mañana siguiente encontraron su cuerpo ya desprovisto de vida, en su rostro se dibujaba una dulce sonrisa. En el apartamento recién alquilado no había más que una chimenea todavía encendida. Y sobre la mesa de madera de brezo, un relato.

8 de diciembre del 2013.


1 comentario:

  1. Gràcies, Núria, pels teus ulls benignes!! Però es cert que està fet amb el cor, tot i que no tenia ni idea de que diria ni de que aniria quan el vaig començar...

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