Viajaba por los lugares del mundo con el corazón abierto. Su respiración se aceleraba cada vez que giraba una esquina, que dejaba atrás una avenida, que una nueva calle se le aparecía. Caminaba por las ciudades del mundo desprovisto de objetivo y con las necesidades materiales justas. Gozaba del placer que le proporcionaba el simple susurrar del viento cuando, con los pies cansados por el trayecto recorrido, se estiraba sobre la yerba de un parque y escuchaba el crujido de las hojas y las voces remotas de los niños.
Era domingo y las calles no estaban especialmente vacías. Había logrado dejar atrás el sopor que inundaba los domingos de su infancia en casa de sus abuelos. Ahora no pertenecía a nadie. Se pertenecía a sí mismo y a los espacios, siempre nuevos, que recorría. Contemplaba absorto los troncos enormes de los árboles del parque, cuyas raíces sobresalían de la tierra, y uno podía imaginarse descansando en ellas. ¿Era egoísmo? Tal vez lo fuera, pero no le importaba. Se trataba a toda costa de realizar el propio sueño. Ser fiel a sí mismo. Vivir.
Por supuesto, era consciente de que no existía una libertad absoluta. No podemos prescindir de los gobiernos. Nos gobiernan hasta cuando tomamos un café en una cafetería o compramos un billete en el metro. Pero su batalla era distinta. Se trataba de desafiar, no las leyes de los hombres, que no entendía, sino las de la gravedad y las del tiempo. Elevarse por encima de las horas y sobrevolar la hierba de los parques, el asfalto de las carreteras, el polvo de los caminos, la arena de una playa desierta. Saltar por encima de las dunas y atravesar con el corazón las nubes. Entonces realmente lo creía.
Creía ser tan libre como un pájaro, duradero como una semilla.
Aquella mañana había tenido dos ideas, que no sabía si sería capaz de llevar a cabo. La primera era sencilla. Se le ocurrió convocar una manifestación mundial en contra no tanto del comercio de las armas como de su existencia misma. Una manifestación donde todos los ciudadanos de todas la ciudades y poblaciones del mundo que lo quisieran salieran el mismo día a la misma hora (cada uno según su propio fuso horario) a celebrar con pancartas gigantes que también nosotros tenemos voces, aunque seamos invisibles; y que no somos muchos, sino muchísimos.
Tiempo ha había tenido una idea similar que nunca había llevado a cabo: instaurar una Jornada Mundial del Silencio (JoMS) donde también todas las ciudades y poblaciones del mundo, durante un día, no pudieran hacer ruido de ningún tipo: ni coches, ni aviones, ni helicópteros, ni aires acondicionados, ni calefacciones, ni luces. Todo en silencio, de la medianoche a la medianoche siguiente. Naturalmente, eso sí que era imposible.
Sin embargo, por primera vez en su vida, acariciaba la idea de la Manifestación Mundial Contra la Existencia de las Armas en el Planeta (M.M.C.E.A.P). como una posibilidad real. Y se dormía por las noches inundado de una felicidad inmensa.
La segunda idea que le rondaba por la cabeza era menos plausible, tan quimérica (sino más) como la de la Jornada Mundial del Silencio. Era precisa la creación de un Cuerpo de Bomberos Destinados a Quemar el Dinero (C.B.D.Q.D). Sí. Habéis imaginado bien. La idea se inspiraba en la mítica novela de Ray Bradbury, Fahrenheit 451, en que el autor imaginó un mundo futuro, terrible y desolador, donde los bomberos tenían por función en lugar de apagar incendios quemar todos los libros. ¿Por qué no quemar en su lugar todo el dinero del mundo?
Imaginemos un mundo sin armas y sin dinero. No lo podemos negar: se abre ante nosotros un abismo de silencio. Imaginar un mundo sin armas y sin dinero es imaginar el no-mundo, una especie de abismo insondable, inconcebible e inefable. Pero dejemos las hipérboles aparte. Imaginemos de verdad. Algunos lo considerarían como un trágico retorno a la Edad de Piedra, a la Época del Pleistoceno. Otros, como nuestro querido soñador viajero, lo consideraría como un retorno al paraíso.
Obviamente hay algunas cuestiones logísticas que habría que considerar, como por ejemplo que todas las armas del mundo y todo el dinero del mundo fueran destruidos a la vez, con total equidad. Si ello fuera posible (ya sabemos que no lo es), ¿qué ocurriría?
El soñador errante meditaba sobre todas estas cuestiones cuando se dio cuenta de que el sol empezaba ya a ocultarse por detrás de los edificios. Miró por última vez el inmenso tronco del árbol cuyas raíces sobresalían de la tierra y sobre las que ahora yacía sentado un niño, y se levantó.
Aquella tarde de domingo las calles no estaban especialmente vacías. Ardía sobre las hojas de los árboles un sol de mediados de otoño y las personas que se cruzaba por la calle sonreían. Sin saber hacia dónde dirigirse, ni cuál era el siguiente paso a seguir, tomó la bolsa con el cuaderno y el par de libros que siempre lo acompañaban, y se perdió calle arriba, hacia un nuevo lugar, una nueva historia, otro destino.
Cuento escrito en Milán en el 2018 publicado en "Cuentos breves y extraños como la vida misma", 2020
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