Es
tarde y aún no he escrito una sola línea.
He
querido cerrar los ojos, pero el rumor de la lluvia, constante, como un canto
silencioso y nocturno, me invita a regresar a la pluma.
Un
sueño inmenso se abre: el sueño de la literatura. Recién finalizado el Festival
debo asimilar todavía toda esta inmensidad, esta belleza, esta vía enorme e
infinita como un gran canal de color blanco que nos trae agua del cielo.
En
mi pecho late una luz que no se apaga. Mi mirada se sumerge en un interior rico
de imágenes que señalan la trayectoria de una nueva aventura de palabras.
Sueños,
tejidos.
No
estamos solos cada vez que encontramos el coraje de nominar lo que vemos.
Los
humanos tenemos esta libertad: generamos realidades, mundos paralelos, y esas
realidades que construimos constituyen lo que llamamos Realidad.
Cambio
constante, dinamismo, escucha.
Silencio
que habla y nos mantiene en una actitud de espera, que es esperanza.
Lo
realmente interior, lo que llamamos divino, es radicalmente abierto. Encuentra
su lugar mejor habitable en las calles, los bancos de las plazas, el ágora de
la ciudad. El lugar donde todos se encuentran y donde todos inevitablemente
cruzan miradas, conscientes de que ningún secreto existe en las almas que no
esté destinado a salir a la luz. Y así nos alumbramos las sombras unos a otros,
custodiando el secreto que nos mantiene unidos y que señala lo específico de
nuestra condición. Porque lo mejor del lenguaje consiste precisamente en lo que
no puede ser dicho, aquello que las palabras cercan.
Ese
es quizá el mayor milagro del arte y de la literatura: que mientras existan la
historia y el tiempo, el secreto seguirá siempre desvelándose, sin llegar a ser
nunca desvelado. Hasta que desaparezca el misterio y con él esta condición
actual de la existencia.
Eso
es humanidad: desvelar y desvelarnos unos a otros hasta quedar completamente
desnudos. Y esa desnudez conquistada con sudor, sangre y esfuerzo, no será la
desnudez pudorosa e infantil del paraíso. Será la desnudez de una conciencia limpia:
inocencia consciente.
Así,
nos queda solo aprender a usar cada vez mejor las palabras, en beneficio del
otro en que cada uno se reconoce, a pesar de seguir respetando en él todo el
espacio “no conocido” que lo habita, todo lo aún por conocer (que no es lo
mismo que desconocido)
El
gato se sienta frente al cristal de la ventana y la lluvia apaga lentamente su
relampagueante sonido. La mente clara, el cuerpo cansado y todavía sediento,
una luz en las pupilas y las ganas irrefrenables de volver a colmar los días,
de poder perpetuar en ellos este sueño salado y dulce…
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