El sol de
la medianoche
bañaba los
campos de hielo.
Zumbidos
de abeja
anunciaban
un nuevo mundo
mientras veíamos
abrirse
las cortinas
y el aire
caliente
de unas alas
cubría de
espinas la tierra.
Ocurrió
una mañana cualquiera.
Una mañana
en que las calles,
normalmente
solitarias,
se llenaron
de ruido.
Ruido que
rebotaba en las paredes
y nos
mecía con sus ecos
despertándonos
de un
sueño profundo.
Fue al
levantarme cuando lo vi.
Estaba
sentado en el suelo,
un rostro
cubierto de arrugas
la sonrisa
sin dientes
y una
chispa de locura en los ojos.
Sonreía
como quien sonríe a la muerte.
Sonreía
como quien ve a su único amigo
antes de
despedirse
y desprenderse
para siempre
del manto
de los días.
Enseguida
lo reconocí.
Aquel azul
intenso en las pupilas
aquella expresión
mustia y luminosa
su piel
de ceniza tostada por el sol.
Me saludó
con un silencio antiguo.
No se
movía.
Sentado
sobre la acera veía
pasar
camiones y bicicletas
mientras nuestra
ciudad
se
despertaba del verano
y regresaba,
de nuevo, a la actividad.
Porque en
verano aquello era un desierto
y él lo
pasaba en soledad
a la
sombra de un árbol en la esquina
sobre las
calles asfaltadas y ardientes
sobre la
arena blanca de una plaza
bajo la
estatua de Bach.
Me miró
como
no me
había mirado todavía,
con la
conciencia secreta de un final
y la
esperanza de un nuevo inicio.
Yo lo
reconocí.
Reconocí
su mueca gastada
y sus
ganas de dejar definitivamente el mundo
aunque la
vida latía fuertemente en su pecho.
Lo vi
mustio y sombrío
como no
lo había visto nunca
en
invierno.
Y en
aquella última sonrisa
que en
realidad escondía
una mueca
de dolor
reconocí el
gesto noble de los amigos
de los
que permanecen siempre
a pesar
de las sombras
y de los
siglos.
A pesar
de una triste condición.
Y aquella
mañana
lo vi
apagarse para siempre.
Hoy
alguien ha puesto
un banco
de piedra
en su
lugar.
Un banco
hermoso
como hermosos
son siempre
los bancos
antiguos,
donde a
veces me siento
y leo distraídamente
algún libro.
O escribo
poemas que,
como este,
carecen
de sentido
y de
dirección.
Y me
acuerdo del modo
que tenía
de mirarme
y me digo
que
muy en el
fondo
Él todavía
sigue aquí,
esperándome
delante de
mi casa
para invitarme
a la suya.
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