viernes, 8 de marzo de 2019

Solfeo en el lago



Lágrimas blancas sobre un tejado de aristas caen como agua de lluvia sobre la tierra mojada.
Hay gritos de patos y de gaviotas, leves rumores de pájaros en las copas, y una montaña de barro en el centro del lago.
A veces descienden los buitres y la devoran. Manchan con su sangre amarga las cenizas. Quieren luz. “Queremos,” dicen. Tienen hambre y sed de justicia. Pero cabalgan sin rumbo hacia una oscura mañana, que no llega nunca.
No llega, aunque claman.
Quisieran sonreír con sus ojos al viento, mostrar su azul transparente, resplandecer como dunas de plata en el estanque helado que la primavera transforma en un río.
Entonces llega un visitante con su capa roja y negra. Se posa en el párpado abierto y vuela hasta las plumas del cisne, que hunde su cabeza en el agua en busca de alimento.
Pero ahora, de nuevo, es todo silencio.
Silencio y voces en una lengua extraña.
Voces saladas de pescadores de agua dulce.
Las caricias de los juncos llenan de música el viento.
De pronto, al mirar esos juncos flotar en el agua, veo pinceles dorados que pintan el cielo. 
Y las nubes al fondo, esponjosas y blancas, que dejan de ser y van siendo.
Uno se pregunta de dónde ha surgido este pájaro inmenso con sus alas de negro, que cortan el agua y trazan sus anillos hacia nuevas orillas.
Se pregunta por qué ha desaparecido.
¿Dónde fue?
Pero el ondular de los juncos sobre el agua permanece.
Permanecen las sombras de los árboles sobre el río.
Hasta que llega la noche, y las lágrimas plateadas sobre el agua son reflejo de la luz que nunca se apaga.


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